sábado, abril 04, 2009

Sobran las palabras
Ayer por la mañana llegué al trabajo y vi que mi compañero que suele encontrarse frente a mí no estaba. Pregunté a mi jefa y me dijo que se había ido y esperé otra respuesta pero nada. Le pregunté a otro compañero y nada. Se había ido. Mi compañero se ha ido. Punto.
A las tres salgo del curro y suelo ir al bar donde por un doble de cerveza que te cobran como caña te ponen casi un primer plato. Así como de vez en cuando. Un par de tapas y al llegar a casa duermo un poco. En mi segunda caña-doble llegó al bar un tipo bastante feo que se había escapado de su casa harto ya
de la parienta. “¿Qué... te pongo un café?”. Le pregunta el dueño. “No, ponme un pelotazo, me voy a tomar un pelotazo”, y cuenta lo de su huída, que no aguanta a su mujer, que tal y cual. Lleva un libro en una mano y se lo enseña al del bar. “Me he bajado este libro... ¿tú lees?” “Yo libros no leo”, le contesta el dueño, “periódicos sí que he leído y ahora ya ni eso, antes sí que leía periódicos... pero libros... uno o dos me habré leído”. Entonces el hombre-feo se acoda en la barra y le dice al dueño: “¿Te leo un párrafo?”. El dueño en ese momento está mirando a través de la ventana que da a la calle. No le contesta y el hombre-feo empieza a leer unas líneas de aquel libro. Su voz es melodiosa, clara, se entienden todas las palabras, no se atranca ni equivoca. Termina. El dueño del bar le mira fijamente. Muy fijamente. Demasiado. Yo les observo a ambos. El dueño le dice “Vete de aquí, vas a joder a tu puta madre”. “Pero Antonio... qué te pasa”, le dice el hombre. “Que cojas tu puto libro y te vayas. Ahora mismo”. “Pero...” “¡¡¡Que te vayas, cojones!!!”. Y con su enorme manaza cerrada pega un buen golpe a la barra. El tío se marcha casi de espaldas a la puerta, reculando. Cuando ya se ha ido empiezo a recordar de qué iba el párrafo leído. Seguramente ahora el hombre-feo también se dé cuenta de su enorme metedura de pata. Desde hace tiempo vengo a este bar y sé que la gente que le conoce lo sabe, lo sabe y se acerca a él y le pregunta “¿qué tal estás, cómo estás, cómo lo llevas, Antonio?”. Y Antonio esconde la mirada e intenta evitar la conversación y el que pregunta le dice: “Ponme una caña”, evitando ser incómodo. Pago y me voy. Le dejo a Antonio con su enorme vacío, con su tristeza inquebrantable. Me hubiera gustado entrar en la barra y abrazarle porque sé que sobran las palabras. Lo sé.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Que bueno, alfonso.