miércoles, septiembre 21, 2011

Joan Cursach (Galería Matisse & Instituto Cervantes)

Antes del verano, Joan mostró sus últimos trabajos por Tánger y Casablanca para acabar en el lugar en el que vive, Marrakech, en una exposición organizada por la Galería Matisse y con el patrocinio y apoyo del Instituto Cervantes. Me envía ahora el catálogo donde cuenta además con un poema de Verónica Aranda, Noche en África (con la que tuve el gusto de compartir una noche de poemas en el Réflex-iones Rock), y el prólogo de Jesús Greus.
Como ya he contado en este blog, Joan ha mantenido, desde hace tiempo, un fructífero y devastador discurso (uno de sus cuadros revisita La Balsa de la Medusa, de Géricault) sobre las gentes que cruzan el bien vigilado Mediterráneo o sobre los seres que se agolpan en ciudades como gigantescos y alienantes hormigueros.
También, nos presentaba, hace unos años, retratos deformes, congestionados, abotargados, henchidos como los odres que atacara aquel Quijote que veía monstruos, con miradas perturbadas, enajenadas por no sé qué visión o existencia... o retratos alimentados por un silencio, una quietud que subyuga, rostros medio devorados, cercenados, desmochados por una media luna, con intensos verdes y tierras, con salpicaduras o con latigazos de sombras y cenizas, o simplemente quemados, que parecían extraídos de un pequeño infierno que consume el propio cuerpo.
Joan no es un poeta solo del horror. Es una persona que muestra con su espejo, su arsenal, el rostro terrible de la Gorgona, que vuelve a enseñarnos, en estos trabajos que ha reunido con el título de Muros, el semblante duro y descarnado, pero en absoluto gratuito o que se regodee en el dolor, de los emigrantes que arriesgan sus vidas diariamente por el sueño de una vida mejor para ellos y los suyos.
Sí, el dolor también está ahí fuera, y nos habló, de este, años atrás, con personajes que trataron la creación artística (Antonio Saura, Leonard Cohen, entre otros), aunque actualmente, vuelvo a decir, han sido los seres anónimos, los malditos, los exiliados, los expulsados por el hambre o las guerras, de los que se ha servido para transmitir su verdadero pulso artístico, su estética necesaria que se ha movido en un mundo de inmigración, hombres y  mujeres que pululan, que se agitan en un baile frenético, que son un saco, una mancha negra, marrón, blanca, casi sin extremidades (surgen en algunos solo unos pies enormes y desnudos, retorcidos) cabezas donde se adivina la continua violencia de los cuerpos en busca de la supervivencia, violencia que se expande, que gotea, que sacude y que se dobla en miradas fijas o extraviadas, enloquecidas o fijas, con la dureza del que colgado del muro, o encajonado, atrapado en su cuadro, devora un vértice en busca de qué. Las escaleras son aparentemente frágiles, mal construidos, raquíticas, hechas con palos y nudos, que se proyectan y se puntean sobre un vacuo blanco, o sobre el cartón, el embalaje, una caja que apenas se sostiene, o la tela de un saco a modo de muro. ¿De qué lado se encuentran del muro? ¿Cómo podrán descender desde lo alto del muro mientras vomitan y sangran, donde se enfrentan entre ellos mismos, donde nos miran con la ternura que aún pueden llegar a conservar?  Gentes desposeídas, decompuestas por la miseria y por un viaje inhumano y aniquilador. Sí, son seres, grupos que escapan de una situación de miseria para llegar a las costas enormes, vacías y grises del Primer Mundo.
Joan no deja indiferente porque no son tiempos para los indiferentes. Sí, un gran trabajo proteico y valiente que esperamos ver por esta piel de toro algún día.

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