jueves, marzo 14, 2013

Joseph Roth, Tarabas

Ya sabéis mi predilección por la obra de Joseph Roth, que entre otras perlas tiene una breve y magnífica novela llamada La leyenda del santo bebedor, película que fue llevada al cine por Ermanno Olmi en 1988, y con Rutger Hauer como protagonista, el replicante de Blade Runner, y que vi por esas cosas del azar y la casualidad en el cine Alexandra, cine ahora desaparecido (AQUÍ una lista de la desgraciada desaparición de tantos buenos cines en Madrid que enlaza con otra página empeñada en la difícil tarea de salvar los cines en Madrid).
Aquella proyección fue curiosa por la cantidad de gente que abandonó la sala, a pesar de la gran belleza de sus imágenes, diálogos y por qué no decirlo, intenciones.
Aquí os dejo un par de trocitos de la novela Tarabas, donde cuenta la vida de un persona muy singular que viaja en su juventud a Nueva York desde la Europa previa a lo que iban a ser las guerras mundiales (Tarabas bien podría ser la encarnadura, al personificación de esa misma Europa enajenada por la violencia y la persecuciones a los judíos) para volver poco tiempo a la Europa inmersa en un clima de violencia extrema y de persecución y al progrom o pogromo. También vuelve a tocar el tema de la redención (lo que es marca de la casa en Roth) tras haber caído en el pozo de la degradación, del deterioro de la dignidad humana por la brutalidad y la codicia.
Esta novela está hecha a fuego lento, va de menos a más, pues con paciencia se van construyendo los personajes que al final construirán una nueva sinfonía de la conciencia y de la complejidad del ser humano en tiempos y situaciones siempre difíciles como son las guerras del siglo xx y todo lo que las rodeó, antes, durante y después.

"Muchos vagabundos recorren los caminos de los países orientales. Pueden vivir de la misericordia de las gentes. Es cierto que esos caminos son malos y que los pies se can­san con facilidad; también es cierto que las chozas son míseras y no hay en ellas demasiado espacio: pero los co­razones de los hombres son buenos, el pan es negro y su­culento, y las puertas se abren con rapidez. Aún hoy, des­pués de la gran guerra y la gran revolución, a pesar de que las máquinas han iniciado su infausta marcha, acerada y precisa, hacia el este de Europa, los hombres se interesan benévolos por la miseria ajena. Incluso los necios y los pobres diablos entienden todavía la miseria del prójimo con más rapidez y mejor que los sabios y los listos de cual­quier parte. Y no todas las carreteras están aún cubiertas de asfalto. Los caprichos y las leyes del tiempo, de las es­taciones y del suelo determinan y modifican el aspecto y las condiciones de los caminos. En las pequeñas chozas, pegadas al regazo de la tierra, los hombres están tan cer­ca de ella como del cielo. Porque allí el cielo mismo des­ciende sobre la tierra y las gentes, mientras que en otros lugares, donde los edificios se alzan a su encuentro, pare­ce como si fuese cada día más alto y más lejano. Muy dis­tantes entre sí, esparcidas por el país, están las aldeas. Son rarísimas las villas y ciudades, pero tanto más vivos los caminos y las carreteras. Hay muchos que están siempre en camino. Su miseria y su libertad son hermanas gemelas. Éste se ve obligado a peregrinar porque no tiene hogar; el otro, porque no halla reposo; el tercero, porque no quie­re tenerlo o porque ha hecho voto de evitarlo; el cuarto, porque ama los caminos y las casas extrañas, desconoci­das. También en los países del Este se ha empezado ya, sin duda alguna, a luchar contra los mendigos y vagabundos. Es como si el delirio de las máquinas y las fábricas, la ve­leidad de las gentes que habitan un sexto piso, la inesta­bilidad de los que, engañosamente, se creen establecidos, no pudiese ya soportar el constante, honesto y tranqui­lo movimiento de los buenos caminantes sin rumbo fijo. ¿Adónde vas? ¿Qué buscas? ¿Por qué te has marchado? ¿Cómo es posible que lleves una vida propia, mientras los demás soportamos una vida en común? ¿Eres mejor? ¡¿Eres distinto?!".
(páginas 196 y 197).

"Era como si aquellos campesinos fuesen los primeros mensajeros seguros de una nueva paz, comple­tamente restablecida. Cuando Kristianpoller, con alegre y piadosa premura, desceñía y plegaba su filacteria, com­parecieron en la sala los primeros clientes campesinos. Con precipitadas reverencias, intentó el posadero despe­dirse de Dios, a quien acababa de dirigir sus plegarias, y sa­ludar con ese mismo movimiento a los campesinos. ¡Oh, qué dulce y apacible era el olor acre de sus pieles! ¡Qué maravillosamente gruñían fuera los cerdos atados sobre la paja, en las pequeñas carretas! No había duda, eran las voces auténticas de una dulce paz perdida desde hacía tiempo. La paz volvía a entrar en el mundo y hacía un alto en la posada de Kristianpoller.
Y como en los viejos tiempos, el judío Kristianpoller hizo sacar de la bodega los pequeños y panzudos barriles y llevarlos no sólo al patio, sino también al exterior, pues-to que puso unos cuantos ante el portal abierto, a fin de animar aún más a los recién llegados, ya bastante dis­puestos a beber. Una grande y confiada gratitud invadía a Nathan Kristianpoller. Dios, el inescrutable, había exten­dido sin duda por todo el mundo la guerra y la devasta­ción; pero al mismo tiempo hacía crecer en abundancia la cebada y el lúpulo, de los que se fabricaba la cerveza, el arma de los posaderos, y aunque tantos hombres habían caído en la guerra, siempre surgían nuevos campesinos se­dientos y buenos bebedores, tan abundantes como la ce­bada y el lúpulo. ¡Oh gracia inmensa! ¡Oh dulce paz!
Pero mientras el piadoso Kristianpoller admiraba y cantaba sus alabanzas, se preparaba la desventura, la grande y sangrienta desventura de Koropta, y a la vez el funesto extravío del poderoso Tarabas."
(páginas 118 y 119).

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