miércoles, marzo 20, 2013

La siembra


Pero, ¿me puede decir usted qué comen las erratas para que se prodiguen tanto, por qué aparecen con tanta insistencia, quién las da de comer y cuáles son sus motivos si los hay?
Tal vez sea la respiración invisible que se cuela entre los renglones,
las fibras discretas del papel que como enhiestos pero inapreciables filamentos crecen como algas en el fondo del polímero…


Un hombre con un guardapolvo gris y con aspecto descuidado da de comer todas las mañanas a sus erratas.
Se acerca cuesta arriba, con paso viejo, esquivando los acostumbrados baches, las cicatrices profundas que se han producido por el agua que cae en torrente desbocado y que taja a hondones el terreno. Llega a lo más alto de la loma y extrae, de uno de sus enormes bolsillos del guardapolvo, una bolsa transparente en la que hay cientos de minúsculos trocitos invisibles y los arroja como si tuvieran un cuerpo que sólo él reconociera.
Las erratas se arremolinan y comienza el festín, la continua danza que al instante multiplica sus miembros: cabezas de alfiler que florecen y se inmiscuyen entre otras palabras desplazando a éstas, empujándolas… Oiga, ¡no se cuele!, ¿Se puede saber qué está haciendo? No cabemos más, ¡ni lo intente!, ¡Ya están aquí! No hay manera de librarse de su presencia –se les escucha palpitar a las letras que han sido correctamente seleccionadas desde un principio, mientras entre las líneas van apareciendo sin orden ni concierto las erratas.
El viejo rocía el terreno a su libre albedrío, procurando el alimento para el nuevo germen. Camina en un zigzag arbitrario hasta que termina la obra y rebordea con sus zapatos de color melocotón el filo de la página para aparecer al otro lado y así continuar con la tarea sin días ni noches pues, por fortuna, la siembra nunca se acaba.

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