martes, mayo 24, 2016

Diario IV

El papel, una fotocopia doblada en cuatro partes con unos cuantos apuntes tomados a mano, salió disparada por entre los barrotes del balcón. Ascendió vertiginosamente por la acción del viento, revoloteó como una paloma en ataque y bailó con un árbol al que ya le habían salido las primeras hojas. Busqué una bolsa vieja que ya lleva años colgada en la copa de aquel árbol pero no la encontré, o no quise encontrarla pues no quería asomarme demasiado, ya que solo alcanzo a ver una quinta parte del árbol desde mi balcón.
El papel ascendía y descendía, se colgaba de las continuas rachas de aire, parecía que iba a ascender y dejarse caer en alguna otra vivienda pero descendió de forma igualmente vertiginosa y, con precisión, cayó chocando con la cabeza de un muchacho que caminaba por el paso de cebra. El chico giró levemente su cabeza y comprobó que era solo una hoja de papel. Siguió caminando. Pero la hoja prefirió volver a levantarse, alzarse de nuevo el vestido y continuar camino hacia el otro sentido de la carretera, sin mirar, por supuesto. Con suerte alcanzó el carril contrario y lo perdí de vista. Me quedé ahí, como un pasmarote, deseando que volviera a aparecer, pero nada de eso. Así que me fui corriendo a mi habitación, me puse unas zapatillas y salí a investigar dónde, en qué lugar se encontraba aquella página.
Comprobé la intensidad del viento, su dirección y pensé que la maldita hoja podría haber llegado a la plaza de Castilla, pero al caminar unos cien metros y estar escudriñando cualquier cosa, cualquier superficie de color blanco, vi un triste papel más en la calzada. Al acercarme comprobé que era el mío y me alegré. Había recuperado mi hoja, iluminada y serena, arrojada. La cogí del suelo, canturreé un poco y volví a casa a pasar el resto del domingo.


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