jueves, febrero 15, 2018

Apocalipsis

El Apocalipsis es muy oscuro. No hay fuego ni grandes maravillas solares cruzando el cielo. Está apagado y si se puede comparar con una sensación o un estado de ánimo es de una tristeza infinita, un inmenso fracaso. De hecho, a mí me ha sucedido varias veces y generalmente ha sido así. El último apocalipsis fue mientras llegaba a la ciudad en un autobús regular o de línea, que es como se decía antes. Los pasajeros permanecíamos tranquilos pero había algo que nos inquietaba. (Esto suena falso pero era así). Nos extrañaba que no amaneciera. Y no amanecía.
Dejé la estación, tomé un autobús para ir al centro de la ciudad, a mi casa. No había nadie por la calle y seguía sin amanecer. Una espesa niebla cenicienta ahogaba el sol, y ocurrió justamente ahí, en un segundo, junto aquel viaducto de mi adolescencia. Un enorme cacharro hecho añicos cayó del cielo, escupido brutalmente por las alturas. Luego pensé en un sacerdote, en alguien que perteneciera a la iglesia, pero ya era tarde. Todo el mundo había desaparecido de las calles. Me interné por una calle angosta, empedrada, igualmente silenciosa. Esperé a que todo se apagara como así sucedió. El cielo se iba a desplomar sobre nuestras cabezas, como pensaban las viejas historias de los galos y así ocurrió. Ni extraterrestres ni nada por el estilo, extraños objetos que se desplomaban de manera caótica y sin sentido mientras la oscuridad parecía haber tomado su señorío.

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