martes, agosto 28, 2018

desde el tren

Apenas sube nadie a este tren. Apenas. La revisora va de un extremo a otro, buscando a quien ticar. Es inútil. Casi nadie. Pero fuera se encuentra el sol que lo daña todo, con sus manos de luz y de calor abrasador y nuevo, ¡nuevo siempre!
Los pinos alzados, aupados, intentan descollar y el tren tiembla en las viejas curvas que me recuerdan mi juventud. Las piedras devoran el calor y yo solo hago que temblar, tiemblo como todo este tren que se cimbrea como un bambú molesto.
Siento aquellos bancales, aquella tierra removida, el surco producido por lo humano: roturado, como si fuera un corazón, un estómago ardiente.
En este tren no viaja nadie. Ni siquiera yo. Tanto granito que cubre las vías ha infestado mi púrpura. Mi propia púrpura en los días más hondos de mi sangre.
Nadie. Nadie. Antes hubo aquel cuando. No lo sé. Llegaban, se sentaban. Todo era generosa fiesta, su generosa fiesta, pero mi cabeza no lo soporta más, y ahora estoy tranquilo. Las puertas se abren y se cierran, ¿para quién? ¿para quién se detiene esta vez?
Me gustaría arrojarme a todo aquel brillo, o ser ascendido hacia el azul por una fuerza desconocida. Ahora estoy tranquilo. Respiro. Dejo que mi mano describa en estos papeles un trozo más de vida.
A este tren no sube nadie. Despliégate y respira. Intenta dar un paso. Arréciate sobre cada palmo de suelo. ¡Si pudieras llover cada célula de tu cuerpo podrías una vez más reconocerte!
¿Necesito que alguien soporte las rocas contenidas por la malla?
Este valle, ese alto: mi rostro inalcanzable soledad para albergar la pureza que una vez vivió muy difícil. Pienso que todas aquellas guijas se precipitan sobre mí, en aquella lejanía tan cercana, y que penetran incandescentes y palpitantes construyendo un relato salvaje, brutal y amaricísimo.
El lujo de la imaginación que se nutre de la miel y de la sed.

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