viernes, septiembre 21, 2018

Julio conversa con su gato


Piensa en esto: cuando te regalan un reloj te regalan un pequeño infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire. No te dan solamente el reloj, que los cumplas muy felices, y esperamos que te dure porque es de buena marca, suizo con áncora de rubíes. No te regalan solamente ese menudo picapedrero que te atarás a la muñeca y pasearás contigo. Te regalan -no lo saben, lo terrible es que no lo saben- te regalan un nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo, algo que es tuyo, pero no es tu cuerpo, que hay que atar a tu cuerpo con su correa como un bracito desesperado colgándose de tu muñeca. Te regalan la necesidad de darle cuerda todos los días, la obligación de darle cuerda para que siga siendo un reloj. Te regalan la obsesión de atender a la hora exacta en las vitrinas de las joyerías, en el anuncio por la radio, en el servicio telefónico. Te regalan el miedo de perderlo, de que te lo roben, de que se te caiga al suelo y se te rompa. Te regalan su marca, y la seguridad de que es una marca mejor que las otras, te regalan la tendencia a comparar tu reloj con los demás relojes. No te regalan un reloj, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj.

Julio Cortázar, Preámbulo a las instrucciones para dar cuerda a un reloj


Me pregunto qué hubiera dicho Julio Cortázar sobre el wasap. Me pregunto cuál hubiera sido su reacción ante las redes sociales creadas hoy en día si ya nos hablaba del reloj como el “menudo picapedrero” o como “un nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo”. Porque… ¿no nos hemos transformado ya en pedazos frágiles y precarios, pendientes del rastro de otros como fantasmas geolocalizados en un mundo donde sólo se atisban sombras? 
El comienzo del texto ya es de diez: “Piensa en esto”, es decir, vamos en principio a hacer las cosas bien, o lo que es lo mismo, déjate de tus cositas y pon un poco de atención en lo que te voy a decir, lo cual es realmente difícil, porque estás, como siempre, a mil cosas, a mil bips, a lucecitas y a soniditos y a peditos atmosféricos varios, diferentes a cada segundo, en cada respiración, a cada instante. ¡Escúchame!, nos interpela Julio, atiende que te voy a susurrar con este cierto deje francés que yo me gasto estas palabras para que desordenen convenientemente tu conciencia, para que volteen un poco esa seguridad que muestras en la sacrosanta tecnología, ese nuevo dios en el que comenzasteis a confiar llegado el siglo XXI.
Y sube el clímax, duro, constante, pero limpio y a la vez llano, sin cejar en el esfuerzo ni un ápice, continuando con estas premonitorias palabras “cuando te regalan un reloj” que son sustituidas de forma inmediata en nuestra cabecita por “cuando te instalas una aplicación te regalan un pequeño infierno florido”, porque, no son acaso pequeños infiernos floridos nuestras queridas aplicaciones tan usadas. ¿No? “¡Ey, cari, me acabo de instalar otro infierno florido en mi áifon!”. Bueno, decidme, ¿qué me contestáis? Un infierno donde la repetición es constante, donde el pensamiento se relaja hasta la ausencia por completo, se transforma en compulsión, en obsesión por lo que se ha dicho, qué es lo que me cuentas, en qué momento me has contestado, cuál es el porqué, a qué hora exacta lo has escrito, cuándo se conectó por última vez, a quién le ha flipado mi crítica, a qué viene este silencio en la línea.
“Te regalan un calabozo de aire” y compras un diminuto espejo que cabe exactamente en la palma de tu mano, el mismo espejo que los conquistadores ofrecían a los indígenas nada más llegar a sus poblados como muestra de afecto o de conquista, quién lo sabe. Como muestra de poder y sometimiento de la magia a unos seres que ya por esa misma razón provenían del horizonte y de los cielos. “Te regalan / no lo sabes / lo terrible es que no lo sabes…”, ¿no escucháis el caballo a galope, el brioso caballo del apocalipsis del sometimiento, de la absoluta entrega, de la claudicación…?, “un nuevo pedazo frágil y precario”… ¿sentís en estas palabras cómo pisa el caballo con sus cascos el poco cerebro que nos queda mientras volvemos a mirar si se han vuelto a poner en contacto contigo de una manera estúpida, absurda, vacía para decirte o estampar una carita sonriente o enviarte cualquier monosílabo? “Te regalan la obsesión… te regalan el miedo de perderlo, que te lo roben… a comparar tu reloj con los demás relojes”, a hacer una larga cola y dormir en la calle para adquirir el nuevo modelo, con nuevas aplicaciones, mejores desarrollos, más memoria RAM.
Detened los caballos… Imaginad que caminamos con Julio por las atestadas terrazas antes de que termine el verano  de cualquier ciudad anodina, inane y casi pulcra de este país; por ejemplo, Madrid. Sí, pensadlo. Os habéis ido de vermú con Julio y pasáis por delante de grupos de jóvenes y menos jóvenes pegados a sus celulares, abstraídos en sus pantallas, observando el fondo sin fondo de un pozo de mensajes, avisos, caritas, risitas, fotos, gif y pantallitas dentro de otras pantallitas como un sinfín inabordable de aparente información, escrita en millones de papelitos que contienen a su vez tan solo una palabra o ni tan siquiera. Julio nos mirará, pero no con sorpresa o con miedo sino con la pausa y la mesura con la que se distinguía, desde su altura de más de un siglo. Tal vez querrá volverse al lugar de donde ha venido, tal vez nos diga que ha tenido ya bastante, tal vez no, pero le resultará ciertamente cómico cambiar algunas palabras por otras y reconstruir un puzle fácil donde solo hay que encajar algunas piezas.
Por eso, me digo, llama por teléfono… aunque bien mirado también a principios del siglo XX se percibía como invento del diablo, creador de infiernos floridos, de la pérdida de la conexión entre nosotros… Llama, o no, mejor, encuéntrate con él o con ella, mírale a los ojos, que exista el contacto que tanto rehúyes y que tanto temes porque, ¿sabes?, nos volvemos más frágiles, vulnerables, vacíos, transparentes, más fantasmas.
“A ti te regalan en el cumpleaños del reloj”.
Julio, antes de marcharse, me sacude un buen puñetazo de aire directo a la mandíbula y me derriba. “Julio”, le digo, “Julio… ayúdame por lo menos a levantarme después de haberme sacudido otra verdad”.

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