viernes, septiembre 12, 2008

Mi corazón en un camping

Semienterrado en los camping a los que iba, unas veces escondía mi corazón tras el poco verde que existía en ellos; otras, lo dejaba en la misma tienda, oculto bajo la ropa sucia o en el fondo del saco. Así pude sobrevivir. Mientras, ya sin el continuo trotar de este músculo en mi pecho, paseaba por las límpidas playas, repletas de luz, piedras con forma de palabras aún no dichas, caricias aún no ofrecidas.
En ocasiones me mojaba los pies con las traviesas olas o las evitaba con gesto de respeto o de repulsa.
El Atlántico es frío y dormilón por la noche, por la tarde es gruñón e irrespetuoso.
Las madres se tapan con telas de colores, los padres vigilan el horizonte con ojos azules. Sus críos chapotean cerca, buscando caballitos de mar y conchas rizadas por los colores que se han impregnado tras millones de amaneceres. Mis pies se dedicaban a escribir tu nombre sobre la arena pero al instante llegaba un papel de agua y se lo tragaba gritando y mis greñas se llenaban de salitre y quería esperarte así, sobre un farallón en mitad del combate de la espuma contra la roca y con mi pelo como si fueran raíces de aquel mar que se encontraba tan cercano.
Digo que no llevaba mi corazón en mi pecho, digo que fue mucho más fácil así, aunque los había recientes y diminutos que se ofrecían entre la saliva de la arena.
Por la noche, al volver, lo oía enloquecido golpearse contra las paredes de la tienda o morder como un animal rabioso a todo el mundo. Se había destapado y había vulnerado todas las normas de convivencia. Un horror.
-¿Este corazón es suyo? ¡Haga el favor de llevárselo de aquí o ponerle una buena correa! Nos ha destrozado los oídos con su estruendo de tumba.
Ellos no lo entendían, no entendían absolutamente nada.
Habría de calmarlo y llegaba al bar y pedía unas cuantas cervezas y con un cuaderno y un bolígrafo escribía estúpidas descripciones de cómo me creía sentir observado. Cuando entrábamos en la tienda para pasar la noche, mi corazón se dormía como un animalillo en compañía de su bien. Y me quedaba observando un buen rato el techo.
-¡Todavía estás despierto! –me preguntaba mi impertinente y temeroso corazón.
Yo le decía que basta de vivir, y se apagaba escrupulosamente.

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