Anoche conocí al Ratero. Al salir con una cerveza de aquel bar, me lo encontré pidiendo dinero a una pareja aburrida de jóvenes. Me situé a su derecha. Llevaba un estúpido sombrerito verde que parecía soportar con sus bulbosas orejas de soplillo. Sus ojos grandes y perdidos, su cabeza aparentemente cónica, su manera de acercarse al dinero que le ofrecían aquellos chicos con la mano extendida, inclinándose como un lacayo ante su señor o un ministro ante su rey, le daban un aspecto lamentable.
A la chica se le cayó una moneda de 20 cts y él aprovechó para decir, mientras la recogía, que acababa de cumplir 24 años. Pedía para que le invitasen a una copa, para celebrarlo. Desvió su mirada hacia mí pero yo le debía de seguir con una cara tal de desprecio que al instante se volvió de nuevo hacia ellos, para despedirse, para escuchar un consejo de aquellos absurdos jóvenes.
Seguí bebiendo. Mirando sin ver. Contemplando como subía un coche de la poli, cómo bajaban unos gandules. La pareja sosa se había marchado. Me había quedado solo. Fue entonces cuando volví a ver al Ratero entrar en el bar otra vez, pero esta vez no le vi salir.
Al cabo de un par de minutos salieron dos chicas con la cara desencajada y con mi colega, el cocinero, que dijo: “¡Joder!, ¡si le tenía calado…, si le había visto desde el fondo del bar!”. Me miró, me reconoció y me preguntó si había visto a un tipo con un sombrero verde en la cabeza. Todos miraban hacia un lado y hacia otro de la calle, queriendo ver pero sin ver nada. Arriba y abajo, la misma historia de siempre. Fue entonces cuando la chica, a la que habían birlado el bolso, se cubrió con la parte derecha de su chaquetilla blanca. Sí, sin duda, aquel gesto fue lo más bonito que vi durante toda la noche.
Las chicas subieron la calle, bajaron por la otra acera, se internaron en otro bar, buscando al tipo del sombrero verde. “¡Joder!, cómo está el patio”, le dije a mi colega. Él me contestó lo mismo que había dicho al salir; yo le dije, él me dijo, conversamos un rato y luego entré en el bar para pagar y despedirme.
Fue unas calles más abajo, mientras me dirigía a mi próxima estación y observaba a la peña cómo pululaba de un lado hacia otro, cuando me volví a topar con el Ratero.
Estaba con un negro que tenía un bonito móvil entre sus manos. Lo giraba de un lado hacia otro, pensando en quedárselo o no. El tipo del sombrero verde se masajeaba la nuca, preocupado por lo que pudiera venir desde el fondo de la calle y sin perder detalle del manoseo del negro.
Había ambiente. Solo acababa de empezar la noche.
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