La Nochevieja para una persona que sale habitualmente puede ser una noche más. Para cualquier persona no. Para aquella persona, pongamos el caso, que trabaja habitualmente por las tardes, que tiene la noche por delante y que la saborea, la Nochevieja es un crisol de excesos y de una libertad basada en el alcohol. En el alcohol y, más tarde, en las drogaína. La drogaína sirve para seguir aguantando la noche después de habernos metido para el cuerpo lo que no nos hemos metido durante el año por el coño porque no hemos podido, porque no nos han dejado, por el maldito trabajo y la “responsabilidad”, por el miedo a la resaca en un día intempestivo –todos los días llegan a ser intempestivos con un cerebro blando– porque hemos sabido reprimirnos convenientemente o porque no tenemos viruta y cuando falta la viruta no hay ni siquiera tablas. Existen más particularidades, pero por supuesto se me escapan. Tal vez existe una y solo una nada más, y que alcance a comprender a las demás, pero se me escapa.
Por ello esta noche Camilo sale con tranquilidad. Sale después de haber cenado con su familia. Una familia que se ha ido extendiendo con lentitud pero con seguridad. Años y años. Mira atrás no con vértigo porque el vértigo se produce por atracción al abismo y aquí no existe abismo porque el recuerdo es un enorme puzle que tenemos delante de nuestras narices. En un primer plano. Eso sí, un puzle que crece a medida que pasa la vida. Un puzle que solo el destino sabe cuántas piezas tiene, porque llegado el final aquella persona que por fin lo ha completado desaparece y solo existe en los puzles de los demás. No sé si ha entendido todo esto. No sé si sirve esta explicación para explicar el paso del tiempo y por ende la physis del recuerdo.
La cena ha resultado muy bien. Nadie se ha reprochado nada. A nadie le falta de nada y si le falta no lo dice o por lo menos no es necesario decirlo porque quien ha de saber, conoce el paño. Nada de viejas rencillas, ni de rencores. Mamá cena junto a papá. Las parejas se distribuyen mezclándose con hermanos y cuñadas, los niños y las niñas se lo pasan bomba. Nadie se queda encerrado en el baño. Una familia bien avenida.
Camilo sale porque esa noche ha quedado con unos amigos. Pero al final las cosas se tuercen. Un par de llamadas por el móvil y sale de dudas. Callejea un poco y se encuentra con las primeras víctimas del desastre. Salen con potencia pero sin control. Al final se encuentra en un garito con gente conocida. Lo que más le sorprende es que a las tres de la mañana el bar se encuentra a media entrada. Por el contrario, ha comprobado cómo en un par de discotecas se imponía la profusa cola de gente con trajes de fiesta, de tiros largos, pasando convenientemente frío y dispuesta, más tarde, quién sabe cuánto más tarde, a apelotonarse ante la barra. Suele ser así, pero Camilo conoce los lugares pequeños, lugares donde por lo general acuden los que durante el año trabajan en los bares desparramados por el barrio y que, salvo algunos días, cierran en concreto este para liarse con tranquilidad en Nochevieja.
Las horas pasan. Un hermoso reloj imitación a escala de aquellos que habitaron en las viejas estaciones de tren marca las seis de la mañana. Llegan los que han decidido salirse de la fiesta “vete tú a saber lo que han pagado” para vagabundear por cualquier sitio y encontrar cualquier sitio que es este. Chaqués, vestidos de fiesta de chino gran centro comercial, zapatos de gran tacón, alegría bien peinada y amabilidad a la hora de acercarse a la barra. Camilo baila tranquilo unos pasos más atrás mientras contempla a un tipo de dos metros de altura y de envergadura importante que acaba de entrar. Parece un enorme bisonte, un bisonte calvo inofensivo que pronuncia más su cerviz con una bufanda listada de colores. Nada más entrar ha girado su cabeza a ambos lados. Mira a todo el mundo a través de sus diminutas gafas de cirujano mientras avanza entre los grupos de personas que o bailan o conversan. Todo el mundo parece ignorarle. Se pierde en el fondo del garito y al rato vuelve con la misma actitud. Se queda un rato contemplando el vacío. Se marcha.
Entre una puerta y otra de la salida del garito, Camilo se detiene para fijarse en un curioso cartel que habla del descanso de los vecinos, un pequeño cartel que muestra una manifestación de obreros de principios de siglo XX de EE.UU donde se ha eliminado en las pancartas el mensaje original y se ha sustituido por otro acorde a la intención que tiene ahora, que no es otra que, al salir, no se le dé la paliza a los que duermen. Los obreros se han sustituido, gracias al mensaje, en vecinos del barrio. ¿Habrán desaparecido las clases?
Cuando llega a la plaza escucha el aullido de alguien. No sabe de qué lugar proviene pero poco después, al girarse hacia la izquierda, ve al enorme bisonte cómo habla por el móvil gritando algo que no alcanza a comprender. Camilo no sabe si seguir su camino. Mientras duda, el bisonte se dirige corriendo de cabeza hacia el muro de hormigón que tiene delante apenas a unos metros. Un instante antes de impactar se detiene y arroja con rabia el móvil al suelo. El móvil estalla en mil pedazos pero el hombre-bisonte lo recoge de nuevo, agachándose, con el deseo de volverse a comunicar. Camilo sigue adelante e intenta imaginar el por qué de aquel delirio.
A la mañana siguiente, Camilo se asoma a la terraza y percibe un olor a chamusquina dulce, un olor parecido al que se produce en la metalurgia al soldar. Le viene a la cabeza que el año pasado se está soldando con este y que no será tan distinto; no, no será muy diferente del anterior.
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