jueves, octubre 18, 2012

La mochila



Descendía sola enganchada a un peldaño metálico mientras él bajaba a trompicones por la escalera central como si un enorme toro descendiera por una escarpada pendiente. Una bonita, pequeña y brillante mochila de cuero que había comprado a un marroquí en aquella tienda abierta desde hace más de diez años en el centro de Madrid, que era enorme y parecía un trasplante de aquellas existentes en cualquier gran medina de Marruecos, donde se encontraba de todo: narguiles o cachimbas, coloridos kilims y cualquier objeto de bisutería como anillos, pendientes, cadenas… ¡pero no!, no era la tienda lo que debía ocupar su mente pues la mochila iba descendiendo lenta pero inexorablemente mientras él intentaba alcanzarla por todos los medios preso de un ataque de pánico que no le dejaba reaccionar de otra manera, ni tomar en cuenta otra cosa que no fuera aquel objeto que se escapaba de sus manos para siempre, dejándole así en la más absoluta ruina e indefensión.
No quería pasarlo mal, eso es todo. No quería pasarlo mal porque si perdía los documentos de identidad de qué manera iba a demostrar su identidad, si perdía el dinero cómo iba a poder comer… desde la Gran Crisis producida al principio del presente siglo eran factores muy a tener en cuenta. Todo estaba perfectamente mecanizado y protegido, dirigido y reservado, perfectamente ejecutado y sin fisuras. Nadie podía salirse de ciertas y bien marcadas normas porque si no es el caos, el horror en una sociedad ultramoderna y absolutamente eficiente. Su mochila era su supervivencia, su reconocimiento, su existencia. Si no tienes con qué acreditarte no eres nada, no existes y cualquiera podría aprovecharse de ti, podría incluso eliminarte. ¿Qué peligro hay si todos estamos perfectamente acreditados, si podemos llamarnos “ciudadanos” a cada momento sin miedo a la diferencia, a la diversidad, a las apariencias?
Ahí se encontraba, intentando dar alcance a la dichosa mochila pero le resultaba imposible. Ya sabéis cómo son los pasillos del metro de Londres. ¿Lo sabes, tú, verdad? Muy profundos y muy inclinados. La mayoría se hicieron a cielo abierto a mediados del siglo XIX y algunos, si no me equivoco, los más antiguos, son muy angostos, demasiado cerrados, ¡dios!, son una agonía, y descienden hacia las líneas con una pendiente de espanto.
Él comprobaba, él tenía mucho cuidado, él prestaba toda su atención a cómo su mochila iba descendiendo por aquellas escaleras realmente endiabladas pero apenas prestaba atención a cómo o con qué rapidez bajaban sus pies hacia el abismo. Hasta que llegó al final de aquel empinadísimo túnel, sí, y a punto estuvo de caerse varias veces, de darse una hostia de las buenas, casi sin aire, un asmático, sí, lo tenía crudo, bien jodido. Se detuvo un momento y se echó hacia adelante porque le faltaba el resuello ya que no podía más, agarrándose las manos a las rodillas para no caerse de boca… debía haber llegado al lugar más profundo de todo el metro de Londres cuando se quedó flipado de ver cómo un tipo cogía su mochila al final de la escalera, un poco más abajo, a pocos metros de él... ¡y se la llevaba! Te juro que no le quedaba ni el más mínimo resuello para pegarle un grito al soplapollas ese. No había odiado a un tipo más en su vida. Pero quién cojones era ese tío para joderle de esa manera… ¡Cogió su mochila, tío, cogió su mochila de la base de la escalera mecánica y se la echó al hombro… como si nada pasara, como si fuera suya!... Así, ¡zas!, cabrón. Maldito cabrón, bastardo. Pero…, sí,  él estaba completamente ahogado, el corazón se le iba a salir por la boca, su cabeza estaba a punto de estallar, sabía que ahí, sabía que ahí estaba segura… había parado de bajar, joder, estaba quietecita ahí, la tenía a tiro su puta mochila cuando llega el tipo aquel con toda la cachaza del mundo y se la sopla delante de sus putas narices… no me lo podía creer, tío. Vaya que no me lo podía creer. Desapareció con la mochila y de pronto, ¿sabes?, joder, de pronto un río caliente y helado a la vez, no sé, un chorro caliente y helado de odio y de miedo le atravesó el cráneo, un aullido de impotencia le surcó de parte a parte la cabeza, ¡vaya cómo se puso, tío! Puso un pie delante de otro, mirándose fijamente los zapatos como si les estuviera rogando que avanzasen. Volvió a levantar la cabeza, el tipo ya había desaparecido con su mochila, y consiguió bajar el último tranco de escalones que le quedaban. Llegó al andén, recuperó un poco el resuello y caminó lentamente hasta que localizó al tipo que le había robado su mochila… ¡estaba tan campante esperando la llegada del metro, sentado ahí como si nada, como si no hubiera pasado nada! ¡Joder, qué jeta, qué jeta, joder! Se acercó lentamente a él a pesar de que quería destrozarle la cabeza con sus puños, sí, le hubiera machacado ahí mismo, era uno de esos tipos con gafitas de concha, atildadito, bien arreglado, con buena educación, ¿sabes?, el gilipollas ese que había arramplado con su mochila, y se acercó a él, lentamente, paso a paso, no sabía qué cojones iba a hacer en ese momento, había decidido que sus zapatos le encaminasen hacia él, tenía plena, absoluta y rabiosa confianza en sus putos zapatos así que, ¡venga!, a por él. Se puso delante y le preguntó si le daba la mochila… “¿me das la mochila?” –le dice. “¿Qué?” –le contesta el tipo. Joder, qué jeta. “¡Que si me das la mochila!” –le vuelve a repetir gritándole. Y el tipo aquel haciéndose el sueco. No me lo podía creer. “¿La mochila… para qué quieres que te dé mi mochila?”. ¡Ay, dios!, el tipo aquel, el caradura, le pregunta para qué quería… ¿lo has oído?... joder, ¡no se puede tener más papo! Y es entonces cuando aquel tipo saca “su” mochila de debajo del asiento en el que estaba y… ¿qué es lo que saca? ¿qué es lo que ven los ojos del que apenas hace dos minutos de reloj a punto estuvo de tener un ataque al corazón?... Una mochila que NO era la suya, una mochila que por arte de magia o vete tú a saber se había transformado en otra bien diferente, y por supuesto ese era el tipo que había cogido su mochila al final de la escalera mecánica, ¡ese era el tipo que había cogido su mochila, joder!, parecía un juego de ilusionismo pero no, era otra la mochila… Y es entonces cuando le mira fijamente al tipo y mira fijamente a la que ya no era su mochila y volvió a repetir el movimiento de cabeza. “¡No puede ser!”–dijo. “¡No puede ser!” –volvió a repetir. Él estaba a punto de desplomarse allí mismo y la gente que le rodeaba volvió a sus cosas, quince segundos antes se encontraban expectantes ante lo que estaba pasando, todo el mundo pensaba en que menudo tarado se les había colado a las siete y media de la mañana, vaya con el pringado, debe estar encocado hasta las trancas, no puede ni articular palabra, cómo está el patio.
“¡No puede ser!” –volvió a mascullar por cuarta o quinta vez, mientras miraba a un lado y al otro lado del andén, de aquel estrecho pasillo donde se apiñaba toda aquella gente. Llegó el tren. El tipo al que le había pedido su mochila le apartó con el brazo, franqueándose así el paso, subió al vagón y desapareció entre las cabezas y los brazos apelotonados en el interior del vagón. Había llegado al fondo de aquel lugar en busca de su mochila, sin resuello, ahogado, boqueando como un pez asustado en el fondo de un vaso repleto de suciedad y pensó que aquello era lo más parecido al infierno, lo había perdido todo, “el infierno”, sí, se dijo, “el infierno”, volvió a decir. Se sentó en el banco vacío, cruzó las manos, bajó las manos y la cabeza y se hizo por fin el silencio. 

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