viernes, noviembre 02, 2012

Agustín García Calvo

No recuerdo la primera vez que lo vi pero la impresión fue de sorpresa, una grata sorpresa, sin duda, porque encontrarte con un profesor que lleva tres camisas abiertas encima, tres o cuatro fulares de colores alrededor del cuello y siempre con una mata de pelo en la cabeza bien despeinada era un alivio en aquellos pasillos grises de la facultad. ¿Excéntrico?, ¿altivo?, por supuesto, ya su facha (como dice mi madre) era alegremente rara. Sin duda, un tipo singular, un hippie, aparentemente a su bola y, según se decía uno de los mejores catedráticos de la universidad, que, además, se permitía evaluar sin hacer exámenes escritos, por ejemplo.
Recuerdo una mañana en la que me metí, por pura curiosidad, en una de sus charlas en el Paraninfo del Edificio A (a los de filología nos habían dividido "estratégicamente" en tres edificios). Agustín García Calvo estaba traduciendo por aquel entonces, sirviéndose de las fuentes más fidedignas, uno de los grandes libros inmortales: La Ilíada. El Paraninfo estaba a reventar pero reinaba un absoluto silencio mientras explicaba el porqué de su traducción. Mi interés creció cuando nos aseguró que iba a recitar lo ya traducido por él tal y como se hacía y se oía el poema hace más de 2.500 años, al haber rescatado el metro y el ritmo del griego antiguo. De pronto surgió una voz melodiosa, dulce y atronadora, limpia, cantarina, que marcaba con el deseo de la mayor precisión la sonoridad de la lengua de la civilización occidental más antigua. Era un espectáculo, sin duda, un regalo a mis oídos, e imagino, un regalo para los oídos de los allí presentes. Al terminar, los profesores y colegas de Agustín le hicieron preguntas mientras yo seguía encantado por el eco de su voz. Ahí descubrí lo que era realmente la filología, bueno, una de las ideas principales de lo que es la filología, tampoco nos pongamos estupendos.
Seguí acudiendo, muy de vez en cuando, a sus multitudinarias charlas. En una de ellas nos habló de lo que realmente significan los clásicos. Imagináos que las grandes obras de la humanidad pudieran despojarse por completo de su autoría, de su procedencia, de su tiempo incluso y de cualquier otra identificación que no fuera la propia obra, la propia obra en sí y nada más. Los clásicos serían aquellas obras que con solo su lenguaje serían capaces de cautivar a un lector independientemente del lugar y el tiempo en el que se encontrara y, una de las obras que perviviría, puso por ejemplo, sería el Cántico espiritual de San Juan de la Cruz.
Pero una de las charlas más curiosas a las que asistí de AGC fue durante las jornadas organizadas por el Grupo Cero en la junta municipal de Moncloa (creo que era el año 1990) . Acudí dos o tres días pero, por más que quise, no llegaba a enterarme de casi nada, seguramente fruto de mi ignorancia total sobre lo que era el psicoanálisis. ¿Sería eso? No lo sé, yo era joven, inexperto y seguramente virgen. Uno de los grandes invitados del último día, y como colofón, fue Agustín García Calvo quien dio una charla sobre la existencia o no del subconsciente y por supuesto que creó polémica. Había un tipo detrás de nosotros que no paraba de ir a un lado y a otro del fondo de la sala, llevándose las manos a la cabeza y refunfuñando por lo bajinis, sin poder creer lo que decía Agustín, absolutamente contrariado. La casualidad hizo que allí mismo me encontrase y disfrutase de la charla de Agustín con dos colegas y amigos de la facultad y taller literario, Alejandro y Antonio (léase el cuarto y quinto párrafo de la entrada de 1 de noviembre de Campos de fresa), quienes habían quedado, después del evento, con uno de los profesores de dicho grupo en una cercana cafetería para entrevistarle, pues llevaban un fantástico programa llamado El Otoño en Pekín donde se estilaba jazz y literatura de la buena. El profesor en cuestión no era otro que el que se quejaba continuamente durante la charla de Agustín. Pues bien, me quedé atónito nada más empezar nuestro encuentro con aquel hombre cuando nos dijo que a partir de ese momento renegaría de su maestro, es decir, de García Calvo, jurándonos que se desprendería de todos sus libros y le olvidaría por tamaña traición. En fin, que Agustín era así y no podía ser de otra manera, lejos de casarse con nadie siempre levantaba grandes y curiosas polémicas.
Por último, fue muy entusiasmante verle participando megáfono en mano durante el 15M, donde volvió a mostrar el valor de las palabras como "futuro" (donde hay futuro hay aburrimiento), que se han llenado de falsos significados o perdido su verdadero, esencial valor, y contra el régimen del dinero. La intención era hablar y reflexionar, de la asamblea como paso de personas y mensajes expresados horizontal y libremente, sin prisas, ni en busca de lo inmediato, más, a mi entender, para crear una discusión y concienciación, más para sacar a flote una rabia pero también la capacidad para organizarse y exponer los verdaderos problemas y situaciones del día a día y de cada uno de nosotros.   

2 comentarios:

Al59 dijo...

¡Buena memoria, Alfonso! Quiero recordar que el quejoso o quejica no era exactamente un profesor, sino un miembro, presuntamente muy viril, del Grupo Cero. Tanto le molestó la intervención de Agustín que cuando le tocó intervenir trató de parodiar sus gestos, con muy poca gracia, a decir verdad.

alf ölson dijo...

Gracias, Alejandro por esta aclaración y comentario, y sobre todo por ir recogiendo, "espigando" que es una palabra que me encanta, los artículos sobre Agustín en tu página de féisbuc. Un abrazo.