viernes, diciembre 07, 2012

Gritar, Ricardo Menéndez Salmón



—Sigues sin convencerme. Jamás suspendo a mis alumnos por gusto. Y a los rateros de nuestra época no les interesan libros publicados hace más de doscientos años.
—No tienes sentido del humor.
—Puede que sea cierto. Pero no me gustan los unifor­mes. Me dan miedo.
—Para eso existen, alma bella. Para inspirarte miedo.
Olsen sabe bien de lo que habla. Es un experto en miedos, como otros lo son en aviceptología o en logarit­mos. Ha viajado y vivido mucho. En sus clases habla de uranio enriquecido y autos de fe, de los jemeres rojos y la Administración Reagan, del virus Ébola y los dictado­res africanos, de la ideología de Hollywood, las reencarnaciones de Joseph Mengele, las supernovas, los tela­res de Manchester, la industria farmacéutica y la pede­rastía entre la mitra católica. Trabajó en Barcelona, en Coimbra, en Lovaina, en Upsala, en Friburgo. En todos esos lugares impartió la disciplina de la Historia desde su particular óptica. En todos fracasó con sus superio­res. Sus métodos provocaban intranquilidad, propicia­ban el desencanto, comprometían conciencias.
Al poco de conocernos, Olsen me explicó el origen de su fascinación por el mal, de dónde provenía aquel anhelo casi cósmico de saber más y mejor, su sed infinita de curiosidad. Fue gracias a lo que él denomina «el placer de los extraños», una conversación casual con un anciano de aspecto aristocrático en un rincón del mundo. Puede que si aquel encuentro no hubiera existido Olsen fuera hoy un vulgar parásito en su cátedra, otro oscuro funcionario especializado en los enterramientos aztecas, las guerras púnicas o los descendientes bastardos de Carlomagno.
Cuenta Olsen que el aeropuerto de Sao Paulo es una metáfora casi exacta de Brasil. Estructuras de titanio a escasos metros de mesas con tapetes de hule en las que ceñudos escribientes redactan cartas de amor para analfabetos; cintas transportadoras diseñadas por Norman Foster al lado de hileras de vagabundos que duermen con sus perros y se drogan con novocaína; alta­voces cuyo eco se confunde con los insultos que, en un portugués nasal y seductor, niños con pistolas de aire comprimido bajo sus camisetas intercambian con solda­dos vestidos de camuflaje.
Olsen acababa de asistir a la clausura de la Bienal de Arte de Sao Paulo, que en aquella edición versaba sobre el papel desempeñado" por la muerte en los movimientos contemporáneos, y había perdido su avión de regreso a España. De modo que debía esperar una hora para tomar un enlace que, como mal menor, le acercara hasta Lisboa, y para matar el tiempo se sentó junto a la terminal de vue­los transoceánicos, ojeando un libro sobre los presocráticos. Dice que no vio llegar al hombre, por lo que su voz le sobresaltó, una voz que hablaba castellano pero escondía un profundo, insobornable acento centroeuropeo.
—El sabio, como la naturaleza, ama ocultarse.
Olsen asegura que se quedó sin saber qué decir, la boca abierta como un agujero lleno de espanto y sueño. Señalando el libro, el hombre volvió a hablar:­­­­­­­­
—El sabio, como la naturaleza, ama ocultarse. Lo escribió Heráclito de Éfeso hace dos mil quinientos años.

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