—Sigues sin convencerme.
Jamás suspendo a mis alumnos por gusto. Y a los rateros de nuestra época no les
interesan libros publicados hace más de doscientos años.
—No tienes sentido del humor.
—Puede
que sea cierto. Pero no me gustan los uniformes. Me dan miedo.
—Para
eso existen, alma bella. Para inspirarte miedo.
Olsen
sabe bien de lo que habla. Es un experto en miedos, como otros lo son en
aviceptología o en logaritmos. Ha viajado y vivido mucho. En sus clases habla
de uranio enriquecido y autos de fe, de los jemeres rojos y la Administración Reagan,
del virus Ébola y los dictadores africanos, de la ideología de Hollywood, las
reencarnaciones de Joseph Mengele, las supernovas, los telares de Manchester,
la industria farmacéutica y la pederastía entre la mitra católica. Trabajó en
Barcelona, en Coimbra, en Lovaina, en Upsala, en Friburgo. En todos esos
lugares impartió la disciplina de la Historia desde su particular óptica. En todos
fracasó con sus superiores. Sus métodos provocaban intranquilidad, propiciaban
el desencanto, comprometían conciencias.
Al
poco de conocernos, Olsen me explicó el origen de su fascinación por el mal, de
dónde provenía aquel anhelo casi cósmico de saber más y mejor, su sed infinita
de curiosidad. Fue gracias a lo que él denomina «el placer de los extraños»,
una conversación casual con un anciano de aspecto aristocrático en un rincón
del mundo. Puede que si aquel encuentro no hubiera existido Olsen fuera hoy un
vulgar parásito en su cátedra, otro oscuro funcionario especializado en los
enterramientos aztecas, las guerras púnicas o los descendientes bastardos de
Carlomagno.
Cuenta
Olsen que el aeropuerto de Sao Paulo es una metáfora casi exacta de Brasil.
Estructuras de titanio a escasos metros de mesas con tapetes de hule en las que
ceñudos escribientes redactan cartas de amor para analfabetos; cintas
transportadoras diseñadas por Norman Foster al lado de hileras de vagabundos
que duermen con sus perros y se drogan con novocaína; altavoces cuyo eco se
confunde con los insultos que, en un portugués nasal y seductor, niños con
pistolas de aire comprimido bajo sus camisetas intercambian con soldados
vestidos de camuflaje.
Olsen
acababa de asistir a la clausura de la Bienal de Arte de Sao Paulo, que en aquella edición
versaba sobre el papel desempeñado" por la muerte en los movimientos
contemporáneos, y había perdido su avión de regreso a España. De modo que debía
esperar una hora para tomar un enlace que, como mal menor, le acercara hasta
Lisboa, y para matar el tiempo se sentó junto a la terminal de vuelos
transoceánicos, ojeando un libro sobre los presocráticos. Dice que no vio
llegar al hombre, por lo que su voz le sobresaltó, una voz que hablaba
castellano pero escondía un profundo, insobornable acento centroeuropeo.
—El sabio, como la naturaleza, ama
ocultarse.
Olsen
asegura que se quedó sin saber qué decir, la boca abierta como un agujero lleno
de espanto y sueño. Señalando el libro, el hombre volvió a hablar:
—El
sabio, como la naturaleza, ama ocultarse. Lo escribió Heráclito de Éfeso hace
dos mil quinientos años.
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