Un tipo enorme se me queda mirando cuando paso corriendo
junto a él. Parece un Ignatius Really con barba poblada y negra y unas enormes
gafas de pasta y un abrigo rojo que le cae hasta los tobillos.
Sí, Ignatius, aquel personaje que siempre iba acompañado de
su gruñona y superprotectora madre a todas partes, la cual humilló al
patrullero de la policía Mancuso. Tras realizar la detención rigurosa de la
madre y su hijo y llevarlos a comisaría, el comisario jefe, harto ya de las
meteduras de pata de Mancuso, decide castigar a éste al desempeño diario de su
labor policial disfrazado y con un disfraz cada día más ridículo, es la única
manera de superarse en su trabajo: llevar cada día un disfraz que supere al
anterior en ridiculez y en escarnio.
Ignatius me mira y levanta el pulgar. Yo me sorprendo, pero
le agradezco el gesto aunque no me ha dado tiempo ni siquiera para una sonrisa
de confirmación. Sí, contesto con una media sonrisa, por ahora vamos bien.
Un par de kilómetros más adelante me encuentro con otro
sujeto que me habla desde una tumbona y que a modo de columpio se encuentra en
la zona de recreo infantil. Está completamente estirado y con las manos detrás
de la cabeza, a pesar de que llovizna un poco. Con ese tiempo no hay niños, ni
padres ni madres ni abuelos aplastados por obligaciones familiares dictadas por
hijos que se dedican las 24 horas al trabajo. Me dice algo así como ¿Qué…?,
¿poniéndonos en forma? Le respondo que Es lo que hay, tío. Y sigo. Vuelve a
decirme algo pero no alcanzo a escucharle, el ruido de mi respiración, el
sonido de la brisa y la ligera llovizna, el tráfico que he dejado a mis
espaldas, la sorpresa porque aquel tipo me hablase, todo ello impide que le
oiga. Parece ser que la gente cuando ve que el tiempo está jodidamente gris y
nuestras ganas no son las mejores, es más receptiva con el otro o se permite
ciertas licencias o simplemente ha sido casualidad.
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