Mi madre me decía: “Cuando escribas, has de parecer normal.
Nunca se sabe quién va a leer lo que te publiquen. Además, todo el mundo quiere
reírse de la desgracia ajena”.
Cuando bajé a la calle aquella tarde me sentí publicado.
Publicado y enorme. Por supuesto que no estaba desnudo. Mis zapatos eran las
orillas del Éufrates y caminaba con un parasol de color blanco, como el de
aquel cuadro de Goya, no sé si te acuerdas…
Mi madre se había convertido en un psicoanalista argentino
que ahora hablaba de su bien nutrida agenda y que intentaba demostrarme que con
el solo hecho de la escritura mi existencia estaba completamente asegurada.
Fumaba un cigarrillo tras otro. Unas veces al abrir los ojos la veía en un café
al que suelo ir mucho; en otras, parecía esconderse tras una pila bautismal. La
mayoría de las veces el cielo estaba cubierto y el campo, muy desagradable, se
había merendado al sol. Él, es decir, mi madre, seguía allí, asustando pájaros,
bebiendo en fuentes con verdín, escondiéndose detrás de un abeto. Parecía
divertirse.
Cuando escribo me salen verrugas por todo el cuerpo. Luego
la cosa se suaviza y pienso, con la tranquilidad del talismán favorito, que he
de bajar a comprar un puerro.
Mi madre me decía: “Búscate un poco. No hace falta que
corras. La vida es esto, menos cuando estás profundamente dormido. El amor
nunca existió en los libros de poesía, es sólo un epifenómeno… ¿Qué no sabes lo
que es un epifenómeno?... ¡Idiota, sólo piensas en ti, nunca llegarás a nada!”.
Llegué a nada y me dijeron que me diera la vuelta, que
volviera por donde había venido.
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