martes, marzo 11, 2014

Yo ya escribí mi obra maestra y nadie se percató de ello

Mi madre me decía: “Cuando escribas, has de parecer normal. Nunca se sabe quién va a leer lo que te publiquen. Además, todo el mundo quiere reírse de la desgracia ajena”.

Cuando bajé a la calle aquella tarde me sentí publicado. Publicado y enorme. Por supuesto que no estaba desnudo. Mis zapatos eran las orillas del Éufrates y caminaba con un parasol de color blanco, como el de aquel cuadro de Goya, no sé si te acuerdas…

Mi madre se había convertido en un psicoanalista argentino que ahora hablaba de su bien nutrida agenda y que intentaba demostrarme que con el solo hecho de la escritura mi existencia estaba completamente asegurada. Fumaba un cigarrillo tras otro. Unas veces al abrir los ojos la veía en un café al que suelo ir mucho; en otras, parecía esconderse tras una pila bautismal. La mayoría de las veces el cielo estaba cubierto y el campo, muy desagradable, se había merendado al sol. Él, es decir, mi madre, seguía allí, asustando pájaros, bebiendo en fuentes con verdín, escondiéndose detrás de un abeto. Parecía divertirse.

Cuando escribo me salen verrugas por todo el cuerpo. Luego la cosa se suaviza y pienso, con la tranquilidad del talismán favorito, que he de bajar a comprar un puerro.

Mi madre me decía: “Búscate un poco. No hace falta que corras. La vida es esto, menos cuando estás profundamente dormido. El amor nunca existió en los libros de poesía, es sólo un epifenómeno… ¿Qué no sabes lo que es un epifenómeno?... ¡Idiota, sólo piensas en ti, nunca llegarás a nada!”.

Llegué a nada y me dijeron que me diera la vuelta, que volviera por donde había venido.

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