martes, marzo 05, 2024

El conductor

Camilo ha vuelto a soñar.  Delante de él, el conductor. Su cabeza, su cabello recién cortado y perfecto. Bien marcadas las líneas de corte en el cuello (exacta como la forma ligeramente redondeada que toma cada una de las orillas del pelo de un muñeco). Apenas unas filamentosas, hirsutas hebras diminutas sobresalen de la tupida formación del cabello. Canas que, rebeldes, surgen anunciando, presumiblemente, la edad del conductor. Es del color del durazno, aparte de estas revoltosas e inapreciables canas. Un durazno que se oscurece de manera anárquica, pero que apenas se nota. Suave, reluciente, sedoso, pulcro, bien nutrido el cabello del conductor que conduce con precisión, sin dejar de posar las manos en el volante. Eso sí, un asiento estrecho, justamente desplegado 90 grados o incluso menos, cambia la aparente armonía. La carretera de asfalto transcurre recta. Las ventanillas subidas, el aire inexistente, el silencio es total. Es un coche reluciente, pero antiguo, tal vez un Simca. Camilo no logra desviar la mirada hacia los lados, se mantiene preso de lo que mira, de lo que tiene de frente. No sabe por dónde va, pero acierta a ver al fondo un puente, mejor dicho, un viaducto que salva, por debajo de su arco parabólico, la carretera por donde se aproximan el conductor y Camilo. Sobre el viaducto, la vía de tren con dos sentidos. Pero este mismo viaducto, unos metros más adelante, en su altísimo tramo de avenida, salva un río, sus orillas, y un ancho camino donde los caminantes y corredores hacen ejercicio, pasean, disfrutan de la tarde. Camilo piensa, si se puede acertar a pensar en un sueño, si este tiene cierto parecido con el viaducto de Proserpina, aquel que el pobre Orfeo hubo de visitar para encontrar a su amada, aquel que el propio Camilo observó una tarde ya caída de colores y reflejos en la vieja Mérida. Esta extraña ensoñación le hace perder unos segundos de vista la cabeza del conductor justo en el momento en el que pasan por debajo del altísimo viaducto y se percata de dónde se encuentra, aunque juraría que estaba también en otro lugar al mismo tiempo: es lo que tienen los sueños, te puedes duplicar mentalmente. Tu conciencia, tus sentidos, tus más íntimas percepciones de pueden hallar en dos sitios a la vez que eso no importa, y además te parece de lo más normal y estás la mar de tranquilo. Es el sueño, digo.

Camilo, mirando hacia el frente, descubre que la carretera, que la recta que parecía no tener fin, la lengua oscurísima de asfalto, gira levemente hacia la derecha lo que le llama la atención, pero más aún los ojos de un iris intensamente azules, de un azul clarísimo que le observan fijamente con una diminuta pupila como la cabeza de un alfiler del conductor. 

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