martes, agosto 02, 2005

LOS TRABAJADORES DE AGOSTO Y LOS SOMBREROS EXTRAÑOS
El autobús no está lleno. Al autobús le faltan personas que ahora descansan sobre la arena de la playa o pateando un monte repletito de jara. Al autobús le faltas tú pero estoy yo y contemplo las caras de sueño, de pesadez de ojos rojos porque a alguien se le ha ocurrido salir por la noche a la terraza con el fresco de esta noche en Madrid -más fresco haría en la isla de Madeira-. ¿Pero a qué se deben esos ojos rojos, ese bostezo que descuarijinga a lo Sansón esa quijada llena de piezas dentales?...
El autobusero es un hombre de grandes ojos azules que cuenta a su compañero sus tribulaciones en la empresa privada, las horas que echaban -¿16 ha dicho?- porque este país empieza a ser también el país de las oportunidades...
El sombrero blanco de uno de los usuarios nos delata a todos: estamos rodeados de verano, nos hayamos en un agosto donde apenas queda nadie y si queda -¿el qué?- queda un sombrero blanco, un largo bostezo, el aire fresco de por las mañanas... el mismo aire fresco que permanece y se despereza al día siguiente... "¿sabes? anoche cayó un tormentón que nos empapó con unas gotas gordas de lluvia la camisa"... y esto, sin duda alguna, al ser dicho de tal manera, con el juego musical entre palabras, el silencio entre cada una de ellas, nos hace más griegos...

(y cómo olía, y la luz reposada del final, la suave brisa fresca que quedó... cómo todo pareció detenerse, relajarse tremendamente como si hubiera dejado de ser Madrid para ser un lugar reposado de provincias...)

...porque el final definieron la sonoridad, la cadencia de las frases, la musicalidad de todo aquello que se dice, con su cultura, con sus intentos por conquistar más allá de sus tierras resecas, sus olivos, más allá de su propio Mediterráneo, porque hemos de expandirnos y ganar, sí, conquistar como cualquier Imperio, cualquier forma de existencia que establece que más allá de la familia existe el Estado... pero esto que pienso en el autobús -salto de un lado a otro como saltan los amortiguadores del bus al contacto con las bandas para aminorar la marcha de los vehículos- lo salto, lo pienso, perdón, a saltos...
Y el sueño me deja ir y venir mentalmente, este fluido de conciencia, hilando el jersey de Ulises con hilos de cada lado de mi cabeza que fluyen ahora mientras dormito en el autobús. La larga y hermosa capa de Ulises que tejía Penélope, ante los miles de pretendientes de su tierra, de su familia, de su hijo Telémaco, de su casa y de su hacienda, de su porquero Eumeo -único que le reconoció tras años de ausencia, tras su máscara de pedigüeño, de vagabundo- de todo aquello que es Ulises, quien supo engañar y acabar con todos los que ensuciaban su vida para siempre. Y todo es ambición, deseo de lo que no es de uno aunque así pudiera parecer y se intente justificar de mil maneras... La aún más desgraciada Penélope teje y desteje por la noche, al albur de la más oscura noche donde ni siquiera su dios puede verla, el hilo de conciencia de todas las batallas, de todas las guerras, de todos los combates, de todas las muertes que se enfrentan a otras muertes en otras lejanas tierras por conseguir esa, otra, aquella tierra donde se guarda El Dorado, el Santo Graal, la Piedra Filosofal, El Santo Sepulcro... teje en su habitación el jergón que acogerá el cuerpo exánime de Ulises. El mismo mar que acabó con su vuelta le ofrecerá sepultura aunque no habrá una lápida que recoja su nombre, ni una frase que hable de su historia que es la muerte, su propia muerte y la de cada uno de los pretendientes... porque aún, dice la propia Penélope, Ulises no ha vuelto y el propio Homero, pretendiente también, quiso también engañarla con un final que la conquistara para sí y para siempre.
Las puertas se abren. Atrás queda el sombrero blanco extranjero. Atrás el lector de la Odisea que son todos los lectores. Atrás cada uno de los hilos de pensamiento que Penélope seguirá engarzando en cada una de las mentes de cada uno de nosotros para siempre.

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