jueves, septiembre 01, 2005

Me andaba cociendo en estos lugares cuando divisé, allá a lo lejos, una singular puesta de sol de la que muy pocos hubieran salido convencidos de que realmente se trataba de una puesta de sol, porque no había sol ni luna ni estrellas, sino una puerta de sol o una puerca en el sol o al sol, y mis perros habían salido de casa y se entretenían en cazar una ardilla que cruzaba el monte a la velocidad del rayo. Salí con mis botas de piel, mi canana, mi cuchillo de monte, mi sonrisa.
Los perros ladraban y el portero de la finca discutía con un compañero, o un vecino o un idiota apoyado en la cancela, fumándose su cigarrito, moviendo con la punta del zapato la arenilla blanquecina. Sacaron una botella de vino y comenzaron a discutir sobre los diarios de Kurt Cobain.
Sacaron unas tajadas de jamón y el uno le sugirió al otro que era lícito, desde el punto natural, -es decir, de la propia subsistencia del ser humano que ha de proveerse de la Gran Madre- el que un hombre, con un cargo alto, con una autoridad muy determinada se permitiera el talar miles de árboles en favor de sus congéneres, del progreso, para construir un edificio o una gran autopista, árboles que bien pudieran tener más de cincuenta años, fuera castigado por otro. "Tenemos una visión excesivamente antropocéntrica de las cosas, sin duda alguna... y es mayor el daño que nos hacemos a la larga que el bien que nos creemos procurar".
K. C. era un filósofo. Dibujaba garabatos en su cuaderno. La lista de lo que había que llevar a los conciertos. Lo estuve hojeando en la biblioteca.
El hombre es un "homo faber tecnologicus" nada de "sapiens" sino habríamos desarrollado energías limpias y eternas, no habría guerras y apenas trabajaríamos. Nos dedicaríamos a vivir, no a aburrirnos. La manera de... Ya estás jodiendo. Le respondió el otro. Hace demasiado calor aquí. No quiero moverme.
El brillo sepia del aire al fondo. Los grillos. El sol restallando sobre el pequeño arroyo junto a la casa. El polvo ligero que se levanta de vez en cuando al llegar la tarde. El porche ocupado por el balancín. Lo mío que he dejado atrás y que guardo celosamente mientras escucho todo aquello que entra por mis oídos... recuerdo a Epicuro cómo explicaba, físicamente, el sonido y cómo este es reconocido. La ardilla que ha burlado a mis perros, lo que me queda de comida en la nevera, cómo llegué hasta aquí, las miles de hojas escritas de mi puño y letra olvidadas, ya inexistentes, quemadas, recicladas.

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