Viernes tarde
He aprendido a llegar al fondo del autobús de una sola zancada. Los viajeros se quedan sorprendidos. Me miran de reojo cuando al dejarme caer en el último asiento saco mi libreta y mi bolígrafo como una pistola y me pongo a escribir estas palabras (la inercia del autobús es parecida al despegue del challenguer). Es mi navaja, por lo que intento diseccionar la realidad, sajando los cuerpos de la imaginación. (Juan Muñoz paseaba por Londres con una navaja en el bolsillo. La palpaba, la tocaba continuamente. Era su manera de tranquilizarse. Eso creo.) Además me encanta viajar en el 34. Compruebo los cientos de policías desplegados a lo largo y ancho de las aceras, en las rotondas, por las calles. Aventuro una buena crisis.
El cierre de la Vía Láctea es automático.
Leía Arde Babilonia y al alzar la vista del libro lo he comprobado.
Intenté adivinar por la sombra que proyectaban de qué sexo eran las personas que pasaban por delante de la puerta del bar. Imposible. Las sombras no tienen sexo. Imagino que la luz tampoco.
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