sábado, diciembre 05, 2009
Escucho el Requiem de Mozart y recuerdo aquellas fotografías de Alberto García Alix en las que retrataba como enormes cubos grisáceos (no con esa limpieza que ofrece el negro) una enorme ciudad china. El alumbrado parecía parasitario.
Esta noche uno de los sueños que he tenido me ha mostrado qué hubiera hecho el género humano si no hubiera sido tan rabiosamente mezquino y cobarde: un enorme y gigantesco jardín de árboles de más de cincuenta metros de altura que crecían enlazándose unos con otros y que tenían, algunos de ellos, más de 4000 años de edad. Eran árboles-pájaro, árboles-cielo, pensé en abrazarlos pero si los abrazabas podían llegar a perjudicar tu cabecita humana de tanta e incomensurable alegría y belleza que atesoraban en su interior... ¡oh!, me di cuenta, era ese también un trato con mi propia vida.
Sí, ese era mi sueño.
A aquel bosque enorme, incontrolable y aterrador, se llegaba por entre las ruinas de una fantástica y antiquísima ciudad levantaba con vastísimas piedras de los tiempos de la más absoluta sencillez y de la más absoluta pureza. La piedra era todo verdín por el efecto de la naturaleza que, aun controlada, ejercía un poder enorme pero bello. Qué vastedad de emociones me sacudían, que tranquilidad para quedarse allí sin nada que decirse, obviándose a uno mismo, en el silencio más impenetrable... y me encontraba en París. La ciudad surgió a la salida de todo aquello a lo lejos, después de horas y horas caminando.
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