domingo, abril 03, 2011

La mañana

Ha sido una mañana un tanto movida. En el andén todos apretados y en el vagón no iba a ser menos. Cuando se abrieron las puertas nos echamos unos encima de otros como bestias o como confetti buscando el hueco del sobaco que le quedaba alguno por ocupar. Ha sido una vulgar carnicería.
"¡Esa pierna... córtela y sáquela por entre las gomas de la puerta cuando arranque el tren... ¡Gracias! ¡Muy amable!" -le ha respondido otra voz-. Todo políticamente carnicero. Ha sido entonces cómo aquellos despojos, aquellos ojos de cabeza de cordero desollado me miraban fijamente.

-¡Vaya!... ¿no sube usted? ¡Ánimo!, ¿le ocurre algo?
-¡No se atreve!, ¡Ja, es un jodido gallina! -han dicho todos a una.
Todo ese conjunto de vísceras purulentas, de huesos sanguinolientos a la vista, toda esa caterva  infame de horrísonos chillidos se han puesto a vomitar el último resuello que contenían sus rosáceos pulmones: "Coc, coooocococo, CO! Emplumadito animal no te sientas diferente por llevar aún tu piel, tu abrigo, desnúdate con nosotros... Jo, jo, jo". Reían sin labios, los dientes chocaban boca contra boca, como agujeros ansiosos de seguir desgarrando.
Eran realmente simpáticos aquellos elementos así que me arrojé a sus brazos para ser destazado. ¡Qué alegría!, ¡su hermosa violencia iba a ser correspondida con mi cuerpo! ¡Mi ansiedad, por fin, iba a ser fulminada de mi cuerpo!
Pero nunca te fíes de los que desean la sangre de tu cuerpo. Al momento que entré en aquel lugar todos se congelaron como marionetas, volviendo cada uno a la suyo: uno dormitaba sobre el hombro de un lagarto, el otro leía incómodo cómo había quedado para tal periodista el partido más visto de la Historia (porque todo en el deporte rey es histórico, universal e irrepetible, la épopeya homérica es cosa de un periodista que leen millones de personas), un tercero recorría el animado escote de una quinceañera... Había cocuyos, puercoespines, tarántulas, hipopótamos, medusas y batracios fuera ya de su líquido elemento. Y algunos animales se conectaban con inmaculados cables recibiendo impulsos eléctricos que iban directamente a sus callosos cerebros. Pero, creo repetirme, allí nadie me recibió con lo prometido. Recularon un poco y me hicieron el sitio para una percha, que es lo que éramos perchas de animales, despojos multicolores dispuestos a elaborar la Gran Pirámide que existía en la superficie, la Gran Pirámide a la que todos pertenecíamos y a la que glorificábamos todos los días.

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