-Es usted un asesino, un asesino y un fantoche, más bien
parece una miga de pan, una miga de pan aplastada y aguanosa sobre un pretil de
granito antes de que los pescadores la coloquen en sus anzuelos para las percas…
-¿Ha terminado? –le pregunté mascando con agilidad un
Ducados.
-No, acabo de empezar… y seguiré aquí hasta que se fosilice,
hasta que pase hambre y decida comerse esa mierda de perro.
-Con dignidad, le repito, que este vicio del tabaco, por
demás insano, no tengo obligación de dejarlo.
-Pues le insto a que se coma todo el paquete hasta que no
quede ninguno… la prohibición es la prohibición y basta de tonterías… tenemos fábricas
químicas; petroleros ardiendo frente a las costas; mercurio en los ríos que
antes incluso eran potables; pruebas nucleares en mares donde antes se podía
vivir desarmado con sus respectivas islas y atolones donde se podía trepar a
los árboles y alimentarse de la manera más sana posible; basura espacial o unos
cacharros que giran a velocidades exorbitadas por encima de nuestra bien jodida
atmósfera y, ahora, con su mohín de niño sabelotodo y engreído llega usted, se
planta ante mí y se enciende un diminuto cilindro que expele todo lo que
nuestra bien entendida civilización aborrece… ¡es inaudito!
-…
-¿Se ríe usted?
-No, bizqueo.
-…
-Yo diría brincariamente insoslayable –le respondí
argumentativo para que no cejara en su empeño de insultarme.
-¿Se ríe usted?
-No, bizqueo.
-…
-Podría llorar y le incomodaría igual. Dominaré mis
sentimientos. No se aturulle, siga atosigándome con el desperfecto de su alma.
-¡Vaya!, “el desperfecto de mi alma”,
-Eso he dicho, parece que por lo menos sabe detenerse en
cada una de las palabras que yo emito para finalmente darles un sentido, lo que
se denomina “escuchar”.
-¡No sea impertinente!
-Más bien petimetre, pero sin necesidad de galicismo alguno,
me basto a mí mismo para salir de este desaguisado verbal con la misma sana
apostura de un bien educado señorito.
Seguí tragando quina y cigarro tras cigarro, así hasta que casi
acabé con el paquete entero. Tenía el estómago sucio, la garganta poblada de
molestas virutillas y la paciencia incólume, Podría seguir mirando a los ojos
de ese engendro estúpido antitabaquista con la frente bien despejada. Él, en
cambio, se inflamaba por momentos.
-Pero, buen hombre, por el rigor de su enfado lo único que
le puedo ofrecer es mi último cigarrillo. Tome usted, enciéndaselo y disfrute
de la consunción lenta, de este hermoso y enriquecedor lugar, del placer de
vivir que es un morir diario, de nuestra última charla ¡y no se haga mala
sangre!
Al fondo, mientras recién amanecía el azulino horizonte, comenzaba a trotar el último
jinete del Apocalipsis.
7/10/2002
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