viernes, diciembre 28, 2018

El naufragio

Andrés, al abrir los ojos, se dio cuenta de que se estaba quedando ciego. Una finísima tela blanquecina que distorsionaba los objetos de su habitación y la dolorosa sequedad de los ojos le fueron aterrorizando lentamente.
Volvió a cerrar y a abrirlos, pero sólo pudo comprobar cómo persistia aquella misma sensación, sin variar un ápice. Pensó en cataratas, pensó en aquellas lentillas una noche hace años, pensó en una humareda blanca que invadió su habitación, y volvió a pensar en cataratas, pero lo cierto es que se estaba quedando ciego y no sabía el porqué.
La cabeza le dolía horriblemente, el estómago lo tenía revuelto e intentó recordar qué hizo la noche anterior pero volvió al mismo punto. Creía no recordar nada pero recordó la noche de fiesta, las latas de cerveza sobre la mesa, la desazón, la tristeza, la frustración que le hacía, una noche más, tomar más de lo acostumbrado. Recordó cómo todo ese líquido le iba atontando, le iba sumiendo en un sopor extraño, anestesiándole con delicadeza cirujana. Tan solo quería olvidar un poco, nada más que eso, y escribir un rato, con ese poso de angustia pero sin petrificarse, dejarse llevar, bucear en su interior mientras bebía pero controlando lo suficiente, dominarse para poder rescatar algún resto del naufragio, mantenerse a flote, y que los peces y las sombras que veía en el fondo de aquel mar de delirio no lo dominaran. Su barco se estaba hundiendo y él había conseguido mantenerse a flote, agarrarse a aquel salvavidas que había en cada uno de los laterales de aquel cochambroso barco  que se convertía durante días, semanas o meses en la cárcel, cárcel en la que debía convivir con unos cuantos compañeros hasta la llegada a puerto, el desembarco, el dinero ganado y luego otra vez la soledad en los cuartos de huéspedes, o en su propia casa.
Por eso mientras aguantaba intentando mantener su cabeza a flote, tras un par de horas esperando el rescate, un barco que hubiera escuchado su petición de ayuda (lo que no sabía es que en ningún momento se emitió señal alguna de socorro a los barcos que estuvieran faenando alrededor), dijo "qué mierda de suerte", y aún más mierda pues comprobó que había perdido sus gafas tras el golpe aquel que le sacó de la litera, estampándolo contra el suelo del camarote. El compañero lo arrastraba como si fuera un fardo mientras él le gritaba por sus gafas, "¡mis gafas, joder, mis gafas!". El compañero lo sacó por fin de allí entre una humareda infernal. El barco había estallado de manera inexplicable. Luego sintió el agua, y cómo se sumergió para volver a sacar la cabeza milagrosamente. Aún seguía allí, un salvavidas... "las gafas, las putas gafas", pensó, mientras en la más espesa oscuridad de la noche una niebla blanquecina le cegó la visión por un instante, el foco de aquella luz se detuvo en su cara, en sus ojos. El rescate.
Fue el único superviviente de aquella desgracia. Sus gafas aún reposan en el fondo del mar junto a sus compañeros.

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