viernes, noviembre 30, 2012

Roberto Bolaño (IV) & Alf Ölson


BAR LA PAVA,
AUTOVÍA DE CASTELLDEFELS
(¡Todos han comido más de un plato o un plato que vale más de 200 pesetas, menos yo!)

Querida Lisa, hubo una vez que hablé contigo por teléfono más de una hora sin apercibirme de que habías colgado. Fue en un teléfono público de la calle Bucareli, en la esquina del Reloj Chino. Ahora estoy en un bar de la costa catalana, me duele la garganta y tengo poco dinero. La italiana dijo que regresaba a Milán a trabajar, aunque se cansara. Creo que le pediré al enermero del camping algún antibiótico. La escena se disgrega geométricamente. Aparece una playa solitaria a las 8 de la no­che, el día aún anaranjado; a lo lejos caminan, en dirección contraria al que observa, un grupo de cinco personas en fila in­dia. El viento levanta una cortina de arena y los cubre.


Roberto Bolaño, La Universidad desconocida, página 233.




NO HAY REGLAS

Las grandes estupideces. Muchacha desconocida retornando a la escena del camping desierto. Bar desierto, recepción desierta, parcelas desiertas. Éste es tu pueblo fantasma del oeste. Dijo: finalmente nos destrozarán a todos. (¿Hasta a las muchachas bonitas?) Me reí de su desamparo. El doble lleno de aprensión hacia sí mismo porque no podía evitar enamorarse una vez al año por lo menos. Después una sucesión de baños, reediciones, muchachos vomitando mientras en la terraza silenciosa baila una muchacha subnormal. Toda escritura en el límite de la tensión esconde una máscara blanca. Eso es todo. El resto: pobre pequeño Roberto escribiendo en un alto del camino. «Coches policiales con las radios encendidas: les llueve información de todos los barrios por donde pasan.» «Cartas anónimas, amenazas sutiles, la verdadera espera.» «Querida, ahora vivo en una zona turística, la gente es morena, hace sol todos los días, etc.» No hay reglas. («Díganle al estúpido de Arnold Bennet que todas las reglas de construcción siguen siendo válidas sólo para las novelas que son copias de otras.») Y así, y así. Yo también huyo de Colan Yar. He trabajado con subnormales, en un camping, recogiendo piñas, vendimiando, estibando barcos. Todo me empujó hasta este lugar, el descampado donde ya no queda nada que decir... «Estás con muchachas hermosas, sin embargo»...«Creo», dijo, «que lo único hermoso aquí es la lengua». «Me refiero a su sentido más estricto.» (Aplausos.)


Roberto Bolaño, p.232



(...) La noche se había echado ya, y hacía tiempo que me dejé de interesar por el general Cummings o de que Red, el intelectual del pelotón, narrara cómo se había desarrollado su vida hasta aquel momento. En la portada del libro aparecía un soldado norteamericano muerto y semienterrado en la arena de la playa. Mientras leía me encontraba en el umbral de la tienda, aislándome de los demás pero no completamente. Necesitaba de la luz. Ese era el motivo.
Más tarde me fui a la cafetería del camping y pedí cerveza. Me senté en una de las mesas y allí escribí algunas notas. Nada de recuerdos. Todo eran reflexiones de aquel momento. Me sentía muy a gusto. De hecho me importaba una mierda el que la gente pudiera verme haciendo eso. Un tipo solitario, leyendo. Qué bobada, pero lo pensé. Y fue cuando recordé a Bolaño. Y fue cuando pensé en la libertad que tenía al ser allí un completo desconocido. Entraron unos españoles y creo que uno de ellos era de Lavapiés. Yo no deseaba ningún contacto.
Días atrás mi cuerpo parecía haberse encogido en el camping de Sagres. Para llegar a cualquier parte tenía que atravesar un enorme campo, con su camino y una finca que dejaba a mi derecha a mitad del recorrido. La valla de esta finca, de piedra, tenía en la entrada un esqueleto de cabeza de vaca, una advertencia de cuidado con los perros y unas extrañas e inquietantes esculturas. Al volver al camping utilicé de linterna el móvil y pasé delante de aquella casa. Imaginé que nunca más volvería al camping y mucho menos saldría con vida de aquel camino. El tipo de la casa me esperaba en la puerta. Era enorme. Me dio las buenas noches y yo le contesté también con una sonrisa. Me advirtió que tuviera cuidado con las raíces del camino y yo se lo agradecí. Al llegar al camping fui directamente al bar y pedí un par de tercios, aunque lo que necesitaba en ese momento era un buen whisky. Me los bebí escuchando conversaciones anodinas de gentes cubiertas por un matiz anaranjado y terroso. Un padre inglés, con toda la pinta de haber salido de una película de Ken Loach donde interpretara el papel aquel del buen compañero de Riff-Raff, hablaba con su hijo. Vi al chiquillo ausente, como si echara de menos algo muy importante. Se lo noté en la mirada, en cómo cruzaba los brazos con cierta desesperanza. Me transmitió soledad y separación, como si no quisiera estar allí, pero no por su padre, sino por el aislamiento, la diferencia con su mundo habitual, aunque no fuera ni con mucho el mejor de los mundos. Sentí entonces una vasta tristeza, una tristeza honda por aquel chiquillo, por aquel padre que intentaba animarle, por mí mismo, ya que no conseguía olvidar a quien amaba. Me sentí tan lejos de todo a pesar de estar tan cerca. Pero, ¿tan cerca de qué? (...)

Alfonso López, entrada en el blog del 16 de septiembre de 2008

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