—No quiero saber su nombre —le dijo a Balboa tras estrechar su mano,
invitarle a sentarse y ofrecerle un café. Y espero que usted no me pregunte el
mío. Lo que haga allí dentro es cosa suya. Así que disfrute —y añadió,
mirándose largo rato las uñas—: y no se preocupe por el ruido. El inmueble está
insonorizado. Grite cuanto quiera.
El grito, tan ancestral, nos inflama de vergüenza. Pocos actos como el
grito nos permiten comprobar hasta qué punto hemos olvidado nuestra animalidad
y nuestro pasado, los lugares de donde procedemos. Incluso quien sube a lo
alto de una colina para gritar, aun sabiendo que está completamente solo,
experimenta cierto sonrojo al emitir sus primeros gritos. Sólo los niños, que
tienen una experiencia de la libertad que los adultos hemos olvidado, y los
agonizantes, a quienes ya no afecta la escuela de las buenas costumbres, gritan
sin avergonzarse.
Al comienzo sus gritos se le antojaron absurdos y falsos, impostados,
carentes de sentido, y aunque al final de los treinta minutos (ese era el
tiempo convenido) se fue sintiendo más confiado, más seguro de sí mismo y del
resquemor no del todo desagradable que notaba en la garganta, abandonó la
habitación prometiéndose no volver.
Su decisión duró apenas cuarenta y ocho horas.
El viernes por la tarde, al salir del trabajo y pisar la calle, echó
algo de menos, como dicen que los mutilados extrañan un miembro amputado o que
los ex fumadores añoran la nicotina años después de dejar el tabaco. Una dulce
pero rotunda nostalgia le había cogido con la guardia baja, como un hombre que
descubre el rostro de su primer amor desde la ventanilla de un autobús. Acababa
de descubrir que necesitaba gritar a toda costa.
De modo que, en vez de ir andando, tomó un taxi para llegar a casa lo
antes posible, subió las escaleras casi corriendo, se quitó el traje y la
corbata, se encerró en el baño, se aclaró la garganta y...
Y siguió callado.
Al descubrir su cara blanca y algo avejentada en el espejo, al
percatarse de la flacidez de sus mejillas y de la falta de carácter del mentón,
supo que no podía gritar allí dentro, que su lugar era otro, la cálida y cómoda
casa del hombre que se miraba las uñas al hablar.
Así que llamó, concertó una cita y respiró aliviado.
(La imagen es de El Diario Montañés, del 13 de mayo de 2012, de Jorge Núñez)
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