viernes, septiembre 30, 2016

Siniestro Parcial



Me ponen la soga al cuello, el gustito que me da. Todo el día con la musiquita en la cabeza y no se quita. Cualquiera se aprieta las sienes en mitad del atasco con la sirena de la ambulancia pisando los talones, buscando una buena emisora, intentando encender un cigarrillo, beber un trago de algo. Es literalmente imposible. El tejemaneje de siempre. El patoso número uno conduciendo por un endiablado atasco por la m-30 recientemente bautizada calle 30 para burlar ecologistas y otros insectos. La ciudad podrida como un camaleón en mitad del desierto. Durará unos días al sol, luego se consumirá como cualquier otro ser que pueda nutrir a los carroñeros. La ciudad no es una vestal, no es la musa, no es lo apolíneo, la ciudad es un trozo de escayola mugrienta que han despedazado unos cuantos y que ahora intentan limpiar unos y masacrar otros. No sé que estoy diciendo; no sé por qué aquel automóvil se pasa al otro carril mientras aquella moto casi embiste al camión detenido en el arcén; no sé por qué la locura nos dicta las normas de circulación y aquella mujer se prostituye en la casa de campo en la oscuridad, en aquella rotonda donde los corredores-luciérnaga (o light-runner, diría un avispado)la iluminan con sus frontales mientras los fotones impertinentes corretean como efímeras por el cuerpo de la mujer, una mujer con polla que hace las delicias de aquellos con sus fantasías, la mente, el cuerpo, ni puta idea, ¿verdad?, mejor es ocultarlo a la diversa, rica, endiabladamente nutrida mente del ser humano. ¡Si rodeasen con rascacielos el perímetro de la Gran Ciudad para que se viera a lo lejos el poder omnímodo del ser humano, del Gran Gobernador, del Individuo! Una fila, un rodal perfectamente construido para que se viera a unos 60 o 70 kilómetros de la misma urbe, una distribución equidistante para que en un punto, en el más lejano, se apreciara la gran corona de espinas, la hermosa corona de espinas que todo cristiano ha de soportar en su cabeza, soportar su propio yo y al otro, al prójimo, descarriado, descarriante; sí, el perfecto perímetro, el círculo, el eterno ir y venir, la música en cada una de aquellas teclas erguidas que tocan eternamente a Bach, negras y blancas, un stonehenge místico e insondable en la mente humana; de qué eres capaz, ¡oh, ser humano!, ¡oh, bendito cuerpo!, ¡bendito soplo! Y al sur y al norte, perfilado y que nadie pensara que es una vulgar valla, pues al llegar a ella se daría cuenta de lo maravillosamente abierta que es aquella ciudad; al este y al oeste, desde el punto más alejado que alcanza la vista; la corona de espinas, el túmulo para los mortales que día a día vivimos, convivimos en este loquero a cielo abierto como un cerebro al que se le ha levantado, se le ha serrado la parte alta del cráneo y Estimados colegas, qué es lo que aprecian en esta masa casi gelatinosa, surcada de diminutos hilos sanguinolientos, ¿qué es lo que aprecian?, millones y millones de años… para llegar a este frenazo, bocinazo; me estampo contra el de delante, pero el empellón por detrás me saca de mis pensamientos, me acerca al parabrisas, a punto ha estado de saltar el airbag; yo que quise construir de mi coche, en este cubículo, mi cielo y mirad ahora, mirad, me han destrozado el parachoques trasero, joder, no se puede, no se puede. ¡Qué va a decir ahora mi mujer!

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