Me ponen la soga al cuello, el gustito que me da. Todo el
día con la musiquita en la cabeza y no se quita. Cualquiera se aprieta las
sienes en mitad del atasco con la sirena de la ambulancia pisando los talones,
buscando una buena emisora, intentando encender un cigarrillo, beber un trago
de algo. Es literalmente imposible. El tejemaneje de siempre. El patoso número
uno conduciendo por un endiablado atasco por la m-30 recientemente bautizada
calle 30 para burlar ecologistas y otros insectos. La ciudad podrida como un
camaleón en mitad del desierto. Durará unos días al sol, luego se consumirá
como cualquier otro ser que pueda nutrir a los carroñeros. La ciudad no es una
vestal, no es la musa, no es lo apolíneo, la ciudad es un trozo de escayola
mugrienta que han despedazado unos cuantos y que ahora intentan limpiar unos y
masacrar otros. No sé que estoy diciendo; no sé por qué aquel automóvil se pasa
al otro carril mientras aquella moto casi embiste al camión detenido en el
arcén; no sé por qué la locura nos dicta las normas de circulación y aquella
mujer se prostituye en la casa de campo en la oscuridad, en aquella rotonda
donde los corredores-luciérnaga (o light-runner,
diría un avispado)la iluminan con sus frontales mientras los fotones
impertinentes corretean como efímeras por el cuerpo de la mujer, una mujer con
polla que hace las delicias de aquellos con sus fantasías, la mente, el cuerpo,
ni puta idea, ¿verdad?, mejor es ocultarlo a la diversa, rica, endiabladamente nutrida
mente del ser humano. ¡Si rodeasen con rascacielos el perímetro de la Gran
Ciudad para que se viera a lo lejos el poder omnímodo del ser humano, del Gran
Gobernador, del Individuo! Una fila, un rodal perfectamente construido para que
se viera a unos 60 o 70 kilómetros de la misma urbe, una distribución
equidistante para que en un punto, en el más lejano, se apreciara la gran
corona de espinas, la hermosa corona de espinas que todo cristiano ha de
soportar en su cabeza, soportar su propio yo y al otro, al prójimo,
descarriado, descarriante; sí, el perfecto perímetro, el círculo, el eterno ir
y venir, la música en cada una de aquellas teclas erguidas que tocan
eternamente a Bach, negras y blancas, un stonehenge místico e insondable en la
mente humana; de qué eres capaz, ¡oh, ser humano!, ¡oh, bendito cuerpo!, ¡bendito
soplo! Y al sur y al norte, perfilado y que nadie pensara que es una vulgar valla,
pues al llegar a ella se daría cuenta de lo maravillosamente abierta que es
aquella ciudad; al este y al oeste, desde el punto más alejado que alcanza la
vista; la corona de espinas, el túmulo para los mortales que día a día vivimos,
convivimos en este loquero a cielo abierto como un cerebro al que se le ha
levantado, se le ha serrado la parte alta del cráneo y Estimados colegas, qué
es lo que aprecian en esta masa casi gelatinosa, surcada de diminutos hilos
sanguinolientos, ¿qué es lo que aprecian?, millones y millones de años… para
llegar a este frenazo, bocinazo; me estampo contra el de delante, pero el
empellón por detrás me saca de mis pensamientos, me acerca al parabrisas, a punto
ha estado de saltar el airbag; yo que quise construir de mi coche, en este
cubículo, mi cielo y mirad ahora, mirad, me han destrozado el parachoques
trasero, joder, no se puede, no se puede. ¡Qué va a decir ahora mi mujer!
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