Nos encontramos en su casa. Me invita a un vaso de limón con
agua. Le pregunto si tiene el hígado graso como yo. Me responde que sí, pero
que también es por el alcohol. Me sirve con gran delicadeza y templanza el zumo
de limón con agua de una pequeña jarra gorda y pequeña de cristal, con dos
filigranas ovaladas a modo de relieve en la basa. Terminamos de beber y bajamos
a la calle.
La calle es una locura enorme. Es de noche, la calle está
llena de gente, llena de coches que con sus luces parecen iluminar todo el
espacio. Está llena de vida y a mí me produce un subidón increíble. El poeta
camina delante de mí, ajeno a todo. De una fría y amarillenta cocina hemos pasado
a la locura; en un instante, a un continuo trajín de bocinazos, personas
paseando arriba y debajo de manera constante, rápida, casi furibundamente.
Apenas entre ellos se miran a los ojos y se evitan en el último quiebro. La
acera es ancha, muy ancha. Parece una escena de aquellas películas americanas
de los años 50 pero lo real es la suavidad de la noche, las estroboscópicas
luces de los pequeños comercios que se encuentran a nuestro lado. Me siento
bien. Muy bien. A gusto, en calma. A ambos lados hay árboles, altos plátanos de
sombra. Sus hojas reflejan los colores de un neón cercano creando la ilusión,
para este miope, de que existe un cielo malva entre sus hojas.
Encontramos a su mujer que nos aguarda en un auto en el que
apenas hay sitio. No por lo ocupado, ni por lo pequeño, sino porque en su
interior está forrado de cortinones que apenas dejan espacio para los pasajeros.
Ella parece un poco agitada. Manotea nerviosa mientras nos saludamos y me
resulta muy gracioso. Por fin conseguimos entrar todos en el automóvil y nos
lanzamos a subir por una empinadísima cuesta que serpentea trazando unas curvas
muy cerradas por las que descienden unos ciclistas perfectamente equipados.
Casco, mallas, gafas polarizadas… Uno de ellos derrapa de manera tan controlada
en una curva que se detiene ante el parachoques de nuestro automóvil para luego
seguir descendiendo. Llega el momento de los skates. Los skates son
muchachos sin ninguna protección. Descienden de manera incontrolada y con gran
temeridad. Uno de ellos, al llegar a un cruce en la misma pendiente, acaba
frente al morro de un gran auto americano de los años 50, parecidísimo a aquel
en el que mataron a JFK. Está a punto de pasarle por encima. Todo ha sido un
susto. El chico ha frenado y se dispone de nuevo a caer. Desciendo del coche
por si le ha ocurrido algo pero ya han desaparecido todos. Regreso al coche. El
viaje ha terminado.
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