jueves, octubre 13, 2016

Encuentro con el poeta



Nos encontramos en su casa. Me invita a un vaso de limón con agua. Le pregunto si tiene el hígado graso como yo. Me responde que sí, pero que también es por el alcohol. Me sirve con gran delicadeza y templanza el zumo de limón con agua de una pequeña jarra gorda y pequeña de cristal, con dos filigranas ovaladas a modo de relieve en la basa. Terminamos de beber y bajamos a la calle.
La calle es una locura enorme. Es de noche, la calle está llena de gente, llena de coches que con sus luces parecen iluminar todo el espacio. Está llena de vida y a mí me produce un subidón increíble. El poeta camina delante de mí, ajeno a todo. De una fría y amarillenta cocina hemos pasado a la locura; en un instante, a un continuo trajín de bocinazos, personas paseando arriba y debajo de manera constante, rápida, casi furibundamente. Apenas entre ellos se miran a los ojos y se evitan en el último quiebro. La acera es ancha, muy ancha. Parece una escena de aquellas películas americanas de los años 50 pero lo real es la suavidad de la noche, las estroboscópicas luces de los pequeños comercios que se encuentran a nuestro lado. Me siento bien. Muy bien. A gusto, en calma. A ambos lados hay árboles, altos plátanos de sombra. Sus hojas reflejan los colores de un neón cercano creando la ilusión, para este miope, de que existe un cielo malva entre sus hojas.
Encontramos a su mujer que nos aguarda en un auto en el que apenas hay sitio. No por lo ocupado, ni por lo pequeño, sino porque en su interior está forrado de cortinones que apenas dejan espacio para los pasajeros. Ella parece un poco agitada. Manotea nerviosa mientras nos saludamos y me resulta muy gracioso. Por fin conseguimos entrar todos en el automóvil y nos lanzamos a subir por una empinadísima cuesta que serpentea trazando unas curvas muy cerradas por las que descienden unos ciclistas perfectamente equipados. Casco, mallas, gafas polarizadas… Uno de ellos derrapa de manera tan controlada en una curva que se detiene ante el parachoques de nuestro automóvil para luego seguir descendiendo. Llega el momento de los skates. Los skates son muchachos sin ninguna protección. Descienden de manera incontrolada y con gran temeridad. Uno de ellos, al llegar a un cruce en la misma pendiente, acaba frente al morro de un gran auto americano de los años 50, parecidísimo a aquel en el que mataron a JFK. Está a punto de pasarle por encima. Todo ha sido un susto. El chico ha frenado y se dispone de nuevo a caer. Desciendo del coche por si le ha ocurrido algo pero ya han desaparecido todos. Regreso al coche. El viaje ha terminado.

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