martes, octubre 09, 2018

Camilo XXVII

Camilo no sabe por qué ocurren ciertas cosas: desde hace días escucha una voz que le llama pero al intentar saber la procedencia, la voz se esconde entre unas hojas de un álamo, tras el cogote de una mujer muy atildada o se pega en el costado de un edificio... Así evita esta voz ser descubierta. La voz no siempre muestra el mismo tono, la misma intensidad. Resulta frágil, o dura, o grave, o aguda.
Delicada, sincera, diamantina, angelical o cantarina. Profunda, agarrotada o asmática. Camilo escucha una voz que pudiera ser muchas. Es así.
También percibe ciertos olores que no deberían encontrarse ahí y que le evocan recuerdos viejos, demasiado viejos: el tufo de la vaquería, a la que iba a comprar la leche para que desayunaran sus hermanos, donde un perro bruno, muy celoso de su espacio y guardián de vacas lecheras, enormes y bonitas vacas lecheras, se tiraba hacia él con toda la fuerza de la que podía pero, por fortuna, siempre se encontraba bien amarrado con una cadena de enormes eslabones, por lo que siempre reculaba; o el humo abrasador que despedía el horno del que su tío extraía y luego elaboraba ciertas figuras con el cristal al rojo vivo, vivo y líquido: bolas incandescentes de un intenso naranja que surgían apenas con impurezas de los extremos de una varilla de acero (¿era acero?). Los cogollos vivísimos eran troquelados con rapidez de molde por lo que surgían enormes peces, flores, todo tipo de jarrones de un cristal que luego sería transparentes como agua petrificada, el agua que es capaz de atrapar la luz y devolverla modificada, como la mirada de la curiosidad o del perjuicio.
Podría seguir Camilo relatando lo que le ocurre últimamente cuando se encuentra solo, solo y deshabitado. Cuando pasea por esa ciudad que no cambia por mucho que la pronuncien de distintas formas o la vistan con luces, colores o líneas diferentes. Le pinten los labios, los ojos, la tatúen como un cuerpo extenso, inacabable, inabarcable... o la metamorfoseen en una delicada delicia que solo el alma o el aura pueden percibir.
El tacto no le resulta igual. Le encanta rozar con las yemas de sus dedos los muros que se van transformando en arenisca, ese continuo disgregarse y perfecto que muestran cuando ha pasado tanto tiempo. Los encalados, enyesados, enfoscados ocultan un corazón que se somete pero que siempre resulta el mismo. Le gusta acariciar esas paredes... Nadie imagina lo que hace en esas noches de insomnio. Está con él para olvidarse de él mismo.
A Camilo le gusta nombrarse de nuevo cuando amanece en su ciudad. Saborea el aire que le llena la boca, y deja que peleen en su interior las partículas de brisa fría que denuncian su presencia. Aprendió hace mucho a abrazarse él mismo pero deja que una mirada se pose en su propia mirada para perderse al instante. El camino ha de seguir. El camino, "qué largo es", susurra quedo, y sonríe. Le parece mentira estar ahí, sin saber qué hacer, ni qué nombre escoger.
Ahora, las voces que le llamaban hace tiempo se han desleído en su propia saliva. Los olores se han centrado en uno solo que se ha anclado en otro que es su propia respiración de borracho y de animal viejo. El tacto le ha devuelto a su propia habitación, a las sábanas que lo atrapan como una vulgar quisquilla. Saborea su malsueño de perfil y la conciencia se apaga lentamente.

El día amanece desnudo bailando fuera de su habitación, con la luz que ha robado a un sol aburrido de su propia eternidad.
Camilo, vuelves a soñar.



(Muy modificado el 10 de octubre a las 12:14 PM.)

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