Todos los días llegan así. Comienzan, se distribuyen en
acciones, se van calmando, se extenúan. Al final se ciegan y desaparecen. O no,
o todo lo contrario, pero siempre comienzan o terminan con lo que al cabo de
unos años nada comienza ni nada termina pues solo se recuerda lo que se ha
hecho o lo que no se ha hecho porque no se ha podido o no se ha querido o no se
ha tenido tiempo o no, sencillamente, o no, como si te miraras los zapatos
durante horas, la punta de los zapatos o contemplaras el techo de la cocina o
del salón, es igual.
Comienzas a guardar en ti y de vez en cuando lo muestras a
los demás. Es una manera. Llegas y dices… “¡Ah, sí, lo recuerdo!” o “¿Pero no
ocurrió…?” o “Vaya, sí que lo conozco” o “Sí, creo que fue hace unos años…”. Atesoras
circunstancias, espacios, sucesos propios y extraños y de vez en cuando te
sorprendes argumentando por todo aquello que se ha ido vertiendo en tu interior
muy lentamente sin desbordarse nunca, o eso crees, crees que nunca se
desbordará pero quién sabe, aún es pronto, aún es pronto, muy pronto, sí. Lo
cierto es que los días transcurren, se suceden uno detrás de otro, bien
perfilados, correctos, uno detrás de otro aunque los gobierne el caos o la
pasión o la depresión o la belleza o el miedo… Nunca se detendrán, son
implacables. Es diferente detenerse y esperar, no esperar, mirar por el placer
de mirar, observar nuevamente, escuchando los colores, contemplar los sonidos, qué
formas adaptan, qué perfil, así, y luego sin detenerse, seguir o no seguir pero
continuar porque continúa implacable el día por debajo de nuestros pies o sobre
nuestras cabezas, sí, el reloj exacto de las nubes que no debe ser un reloj
porque las nubes no saben de relojes, solo conocen la luz, el agua… es
suficiente. Tal vez sea ahí donde se encuentre el ser del tiempo, el día que se
despliega y se acompaña en cajas secretas que son ellas, tan mansas, tan distantes
o tan encendidas como cuando al llegar la noche, esta noche, se las sorprende con
un fogonazo azul tibio, un relámpago en mitad de la oscuridad del cielo en el
horizonte de la ciudad bien iluminada mientras caminas calle abajo y así el
dibujo de los bloques de los edificios recortan el cielo y en el cielo estalla
la luz, otro relámpago, te detienes y recuerdas “¡Ah!, decían que iba a llover
en…” y continuas el paso, hacia dónde pero qué importa eso y te encuentras en
una calle aún más estrecha, giras, incluso juegas a que cruzas la calle si hay
o no hay un semáforo abierto o un paso de cebra, la frecuencia automóvil se
detiene por un momento y cruzas sin ese por qué, y en aquella calle encuentras
una librería con el piso un metro por debajo del nivel de la calle, la puerta
de entrada vieja de madera con la pintura descascarillada se abre la hoja
tiembla el pomo metálico en tu mano vibra ligeramente la palma de tu mano,
entras y desciendes un par de escalones, Turgueniev, cientos de libros apilados
en estanterías colocados en horizontal y vertical, algunos autores y sus libros
cogidos con un cordel de bramante, Valle-Inclán, y un muchacho charla con el
librero muy delgado entre los pasillos de menos de un metro de ancho nos
movemos como diminutos peces entre las rocas escritas, Vázquez Montalbán, rodeo
una de las estanterías que parece llegar hasta el techo y descubro cajones
repletos de cómics, Víbora, 1984, un continuo destello de colores, de formas,
de rostros congelados en aquellas páginas y cientos de papeles, bolsas, y el
librero se sienta en una silla baja detrás del mostrador-anaquel, Colette, mira
en el ordenador allá abajo mientras toda la pared del fondo parece caer sobre
todos nosotros como una enorme ola incontenible de papel, y el cuartucho al
fondo detrás miles de hojas-cajas y el dibujo filamentoso del barro que
contiene una palabra que es una palabra solo una palabra en el centro del
remolino que volverá a quedar dormido, “sí, sí, voy a cerrar porque tengo que
recoger ahora al crío a las ocho y media…”, abre el libro no encuentra el
precio y decide 2,50.
1 comentario:
Me gusta leerte el escribir.
;-)
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