Descendía sola enganchada a un peldaño metálico mientras él bajaba
a trompicones por la escalera central como si un enorme toro descendiera por
una escarpada pendiente. Una bonita, pequeña y brillante mochila de cuero que
había comprado a un marroquí en aquella tienda abierta desde hace más de diez
años en el centro de Madrid, que era enorme y parecía un trasplante de aquellas
existentes en cualquier gran medina de Marruecos, donde se encontraba de todo: narguiles
o cachimbas, coloridos kilims y cualquier objeto de bisutería como anillos,
pendientes, cadenas… ¡pero no!, no era la tienda lo que debía ocupar su mente
pues la mochila iba descendiendo lenta pero inexorablemente mientras él
intentaba alcanzarla por todos los medios preso de un ataque de pánico que no
le dejaba reaccionar de otra manera, ni tomar en cuenta otra cosa que no fuera aquel
objeto que se escapaba de sus manos para siempre, dejándole así en la más
absoluta ruina e indefensión.
No quería pasarlo mal, eso es todo. No quería pasarlo mal
porque si perdía los documentos de identidad de qué manera iba a demostrar su
identidad, si perdía el dinero cómo iba a poder comer… desde la
Gran Crisis producida al principio del
presente siglo eran factores muy a tener en cuenta. Todo estaba perfectamente
mecanizado y protegido, dirigido y reservado, perfectamente ejecutado y sin
fisuras. Nadie podía salirse de ciertas y bien marcadas normas porque si no es
el caos, el horror en una sociedad ultramoderna y absolutamente eficiente. Su
mochila era su supervivencia, su reconocimiento, su existencia. Si no tienes
con qué acreditarte no eres nada, no existes y cualquiera podría aprovecharse
de ti, podría incluso eliminarte. ¿Qué peligro hay si todos estamos
perfectamente acreditados, si podemos llamarnos “ciudadanos” a cada momento sin
miedo a la diferencia, a la diversidad, a las apariencias?
Ahí se encontraba, intentando dar alcance a la dichosa
mochila pero le resultaba imposible. Ya sabéis cómo son los pasillos del metro de
Londres. ¿Lo sabes, tú, verdad? Muy profundos y muy inclinados. La mayoría se
hicieron a cielo abierto a mediados del siglo XIX y algunos, si no me equivoco,
los más antiguos, son muy angostos, demasiado cerrados, ¡dios!, son una agonía,
y descienden hacia las líneas con una pendiente de espanto.
Él comprobaba, él tenía mucho cuidado, él prestaba toda su atención
a cómo su mochila iba descendiendo por aquellas escaleras realmente endiabladas
pero apenas prestaba atención a cómo o con qué rapidez bajaban sus pies hacia
el abismo. Hasta que llegó al final de aquel empinadísimo túnel, sí, y a punto
estuvo de caerse varias veces, de darse una hostia de las buenas, casi sin
aire, un asmático, sí, lo tenía crudo, bien jodido. Se detuvo un momento y se echó
hacia adelante porque le faltaba el resuello ya que no podía más, agarrándose
las manos a las rodillas para no caerse de boca… debía haber llegado al lugar
más profundo de todo el metro de Londres cuando se quedó flipado de ver cómo un
tipo cogía su mochila al final de la escalera, un poco más abajo, a pocos
metros de él... ¡y se la llevaba! Te juro que no le quedaba ni el más mínimo
resuello para pegarle un grito al soplapollas ese. No había odiado a un tipo
más en su vida. Pero quién cojones era ese tío para joderle de esa manera…
¡Cogió su mochila, tío, cogió su mochila de la base de la escalera mecánica y
se la echó al hombro… como si nada pasara, como si fuera suya!... Así, ¡zas!,
cabrón. Maldito cabrón, bastardo. Pero…, sí, él estaba completamente ahogado, el corazón se
le iba a salir por la boca, su cabeza estaba a punto de estallar, sabía que
ahí, sabía que ahí estaba segura… había parado de bajar, joder, estaba
quietecita ahí, la tenía a tiro su puta mochila cuando llega el tipo aquel con
toda la cachaza del mundo y se la sopla delante de sus putas narices… no me lo
podía creer, tío. Vaya que no me lo podía creer. Desapareció con la mochila y
de pronto, ¿sabes?, joder, de pronto un río caliente y helado a la vez, no sé,
un chorro caliente y helado de odio y de miedo le atravesó el cráneo, un
aullido de impotencia le surcó de parte a parte la cabeza, ¡vaya cómo se puso,
tío! Puso un pie delante de otro, mirándose fijamente los zapatos como si les estuviera
rogando que avanzasen. Volvió a levantar la cabeza, el tipo ya había
desaparecido con su mochila, y consiguió bajar el último tranco de escalones
que le quedaban. Llegó al andén, recuperó un poco el resuello y caminó
lentamente hasta que localizó al tipo que le había robado su mochila… ¡estaba
tan campante esperando la llegada del metro, sentado ahí como si nada, como si
no hubiera pasado nada! ¡Joder, qué jeta, qué jeta, joder! Se acercó lentamente
a él a pesar de que quería destrozarle la cabeza con sus puños, sí, le hubiera
machacado ahí mismo, era uno de esos tipos con gafitas de concha, atildadito,
bien arreglado, con buena educación, ¿sabes?, el gilipollas ese que había
arramplado con su mochila, y se acercó a él, lentamente, paso a paso, no sabía
qué cojones iba a hacer en ese momento, había decidido que sus zapatos le
encaminasen hacia él, tenía plena, absoluta y rabiosa confianza en sus putos
zapatos así que, ¡venga!, a por él. Se puso delante y le preguntó si le daba la
mochila… “¿me das la mochila?” –le dice. “¿Qué?” –le contesta el tipo. Joder,
qué jeta. “¡Que si me das la mochila!” –le vuelve a repetir gritándole. Y el
tipo aquel haciéndose el sueco. No me lo podía creer. “¿La mochila… para qué
quieres que te dé mi mochila?”. ¡Ay, dios!, el tipo aquel, el caradura, le
pregunta para qué quería… ¿lo has oído?... joder, ¡no se puede tener más papo!
Y es entonces cuando aquel tipo saca “su” mochila de debajo del asiento en el
que estaba y… ¿qué es lo que saca? ¿qué es lo que ven los ojos del que apenas
hace dos minutos de reloj a punto estuvo de tener un ataque al corazón?... Una
mochila que NO era la suya, una mochila que por arte de magia o vete tú a saber
se había transformado en otra bien diferente, y por supuesto ese era el tipo
que había cogido su mochila al final de la escalera mecánica, ¡ese era el tipo
que había cogido su mochila, joder!, parecía un juego de ilusionismo pero no,
era otra la mochila… Y es entonces cuando le mira fijamente al tipo y mira
fijamente a la que ya no era su mochila y volvió a repetir el movimiento de
cabeza. “¡No puede ser!”–dijo. “¡No puede ser!” –volvió a repetir. Él estaba a
punto de desplomarse allí mismo y la gente que le rodeaba volvió a sus cosas,
quince segundos antes se encontraban expectantes ante lo que estaba pasando, todo
el mundo pensaba en que menudo tarado se les había colado a las siete y media
de la mañana, vaya con el pringado, debe estar encocado hasta las trancas, no
puede ni articular palabra, cómo está el patio.
“¡No puede ser!” –volvió a mascullar por cuarta o quinta
vez, mientras miraba a un lado y al otro lado del andén, de aquel estrecho
pasillo donde se apiñaba toda aquella gente. Llegó el tren. El tipo al que le
había pedido su mochila le apartó con el brazo, franqueándose así el paso,
subió al vagón y desapareció entre las cabezas y los brazos apelotonados en el
interior del vagón. Había llegado al fondo de aquel lugar
en busca de su mochila, sin resuello, ahogado, boqueando como un pez asustado
en el fondo de un vaso repleto de suciedad y pensó que aquello era lo más
parecido al infierno, lo había perdido todo, “el infierno”, sí, se dijo, “el infierno”, volvió a decir. Se
sentó en el banco vacío, cruzó las manos, bajó las manos y la cabeza y se hizo
por fin el silencio.
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