Un corrector
de estilo se atasca con una c con cedilla. Se pregunta qué hace ahí, entre
aquel barrizal intragable de palabras escritas por un tipo que quién sabe dónde
ha aprendido a juntarlas de manera tan desafortunada y caótica.
Exhausto, no
puede seguir ante tantos desatinos y ante esa “ç” que en el preciso momento de su hallazgo no parecía letra, sino punta
de lengua o enésima burla de aquel texto latoso y torpe, engrudo mental de un atolondrado.
El corrector se levanta de la silla llegada ya la madrugada y se va a dormir. Al
día siguiente debe presentar el texto lo más limpio posible y, por supuesto,
legible.
Un generoso ataque
de asma y unas palpitaciones le dejan postrado toda la mañana en el catre. Por mucho
que lo intenta, no puede avançar. Atascado, con ansiedad trituradora, llama al
editor en un hilo de voz para deshacerse del encargo, y así olvidarse de aquello,
pasar a otra cosa. Por supuesto intenta una explicación convincente que
le reste el menor número de puntos posibles para conseguir más trabajo.
Pasan semanas y algunos meses hasta que, en virtud de la casi desaparición de la figura del corrector en periódicos, agencias de publicidad e
imprentas, o de la durísima externalización de los servicios en las medianas y
grandes editoriales, se le encuentra malviviendo en el
hueco de una escalera de un edificio ruinoso, extramuros de la ciudad en la que
siempre ha vivido y de donde la población con menos recursos se ha mudado durante
estos últimos años sin esperanza de volver.
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